domingo, 9 de marzo de 2014

El gusto en y por la comida: su raíz social y cultural


En años recientes nos hemos encontrado bajo el bombardeo de los medios de comunicación que anuncian la nueva catástrofe moral: la obesidad es un problema que queda comúnmente relacionado con el fracaso del individuo por controlarse, y este fracaso es tan generalizado que sus consecuencias médicas alcanzan ya proporciones epidémico-apocalípticas. Se han multiplicado las páginas de revistas, periódicos, páginas web, libros y más en los que se anuncia la plaga que viene como resultado del fracaso colectivo de individuos incapaces de contenerse. Ante la presencia y autoridad de la multiplicidad de discursos – en los que colaboran médicos, nutriólogos, biólogos, e investigadoras e investigadores de distintas disciplinas sociales – hemos olvidado que en la experiencia diaria de lo que comemos el gusto juega un papel importante. Su importancia no radica simplemente del hecho de que una comida nutritiva es mejor aceptada si sabe bien, sino del hecho que la preferencia por ciertos alimentos, el placer subjetivo derivado de su consumo, es el resultado de relaciones sociales, económicas, y políticas culturalmente informadas. No hay mucho de ‘natural’ en el gusto, fuera de que dependemos de la presencia de papilas gustativas y del olfato para poder apreciar la complejidad y diversidad de sabores.




Desde la invención de la ciencia como forma privilegiada de conocimiento se ha buscado realizar reducciones y simplificaciones que permitan el análisis de las relaciones entre variables claramente identificables. Científicos del Atlántico Norte (Europa y los EEUU), provenientes de poblaciones hasta recientemente poco inclinadas a los placeres de la comida, han realizado reducciones que se han convertido en parte del sentido común; por ejemplo, sólo podemos apreciar cuatro sabores. ¿Será verdad? La experiencia cotidiana que tenemos con la comida sugiere que no es así. Pero la ciencia niega validez a la experiencia cotidiana. Por otra parte, la antropología es una disciplina social que busca recuperar la experiencia cotidiana de los individuos. Uno de los decanos de la antropología de la comida y la alimentación, Sidney Mintz, ha argumentado en su libro Dulzura y poder (1985), que, a pesar de lo que muchos ‘científicos’ sugieren, no tenemos una predilección natural por lo dulce. La generalización del gusto por lo dulce tiene como raíz la expansión global del capitalismo; misma que en algunos lugares como el Caribe, tomó la cara de grandes plantaciones de azúcar. Este producto, de haber sido primero medicina, y luego especia preciosa para las cocinas de las familias de la realeza, desde la antigüedad hasta la Edad Media, se convirtió gradualmente, con la sobreproducción en plantaciones caribeñas, en una fuente barata de energía para los trabajadores y, al mismo tiempo, en un producto condenable en la dieta de las clases altas que ahora habían modificado su apreciación estética de los cuerpos de cuerpos grandes y gruesos, a cuerpos delgados. El ejemplo de Mintz pone en evidencia cómo algo aparentemente banal y cotidiano como nuestro gusto por lo dulce, es producto de una historia de relaciones desiguales de poder social, económico y político en el que han participado de manera distinta, distintas clases sociales, el imperialismo, los capitalistas, y el creciente grupo consumidor. A lo largo de este proceso, autoridades religiosas, morales, políticas y científicas han tenido mucho que decir, a veces promoviendo y a veces condenando la dieta y el gusto de los individuos.

Lo mismo puede decirse de las especias.  Su importancia económica y política se pone en evidencia cuando recordamos que el continente americano fue ‘descubierto’ por navegantes en busca de rutas cortas o alternas que les permitiesen entrar o consolidarse en el mercado de las especias. Éstas, por su parte, eran ingredientes en las cocinas de las clases altas de Europa y no parte de la dieta cotidiana del resto de la población. Su producción en masa era también forzada en plantaciones. Sin embargo, desde el final del siglo diecinueve, como bien han mostrado distintos autores, una visión moral de la conducta humana, generada por protestantes blancos de los Estados Unidos, dio lugar a la condena de la comida especiosa. Harvey Levenstein, en su libro Revolution at the Table (1988), ha mostrado cómo surgieron distintos grupos con una visión moral y religiosa particular (protestante) que condenaban la dieta de los inmigrantes por ser una dieta rica en especias. Para estos blancos protestantes, la dieta especiosa conducía necesariamente al consumo del alcohol y a la promiscuidad. Estos, a su vez, reducían la inclinación e incapacitaban a los individuos para trabajar a los ritmos que demandaban las fábricas de finales del siglo diecinueve e inicios del veinte. Otras autoras y autores han examinado los discursos religiosos y morales que dan forma al discurso nutricional moderno y a su condena de la gordura y la grasa. Si ponemos atención a estos discursos, podemos encontrar que las diatribas contemporáneas en contra de la dieta ‘tradicional’ mexicana en general, o la yucateca en particular, existen ecos de esa visión moralista y religiosa, aunque se encuentren generalmente revestidas de reclamos de autoridad, objetividad y verdad ‘científica’. En esta entrada de blog no entraré en detalles, pero existe toda una crítica a la manera en la que la ‘verdad’ se construye en la ciencia moderna. Textos ilustrativos son los de Steven Shapin A Social History of Truth (1995), los distintos escritos de Michel Foucault sobre distintas ciencias (criminología, medicina, psiquiatría, psicología, sexología), y muchos otros autores más. Estos y estas autoras nos piden que seamos críticos, reflexivos, y no aceptemos con tanta facilidad lo que nos dicen que es una ‘verdad’ científica. Hillel Schwatz (Never Satisfied, 1990) y Peter N. Stearns (Fat History, 2002), se encuentran entre muchos autores y autoras que han dado los datos para poder darnos cuenta cómo las normas sobre el peso saludable fueron creadas de manera interesada por compañías de seguros y aceptadas acríticamente por la medicina.


El gusto es, entonces, producto de las relaciones sociales a lo largo de la historia. Gradualmente codificamos qué es comestible y qué no lo es. Así, poblaciones rurales empobrecidas en el mundo consumen insectos o sus larvas como parte de su dieta, y los integrantes de sociedades mejor colocadas en la desigual estructura económica global, encuentran detestable la idea de consumir esos insectos. La poca inclinación de los chinos a consumir lácteos ha sido atribuida a una carencia genética de la habilidad para procesar este alimento, mientras que distintos historiadores y antropólogos han argumentado de que se trata del resultado de una decisión política del pasado que se transformó en un gusto ‘natural’. Así, como muchas veces pasa, el pensamiento reduccionista confunde las causas y los efectos. En mi artículo publicado en la revista holandesa Etnofoor, titulado “Gastronomic Inventions and the Aesthetics of Regional Food: The Naturalization of Taste” (2012), he discutido el proceso histórico y socio-cultural por el que el gusto yucateco se percibe como natural de los pobladores de la región y como una inclinación por ciertos sabores, aromas, colores y texturas en la comida, son producto de la historia idiosincrásica de la península y del estado de Yucatán. Las especias y los ingredientes favorecidos por los yucatecos no son exclusivos de la región: el comino, la canela, la pimienta de Castilla, la pimienta de Tabasco, los chiles (xkat ik, max, habanero), el orégano, las hojas de laurel, el epazote, el azafrán, la cebolla roja, los ajos, el limón, la naranja agria, y muchos más, se encuentran en los mercados de distintas partes de Europa, del continente americano, y de Asia. Lo que los hace yucatecos es la configuración particular que ha quedado establecida a lo largo de la historia en su uso culinario. Un yucateco o yucateca puede aceptar variaciones en las recetas siempre y cuando se mantengan dentro de un código local de lo aceptable. Por ejemplo, el guiso “Lomitos de Valladolid” consiste en su versión básica de carne de lomo de cerdo troceada muy pequeña, con tomate, sal y chile rojo seco y ahumado. Alguna familia le agrega un toque de orégano, otros le agregan chile habanero al hervir la salsa, otros le agregan un toque de ajo. Pero en todos estos casos son sabores aceptables e ingredientes que localmente se consideran parte del gusto local. Sin embargo, si alguien, al preparar la salsa le agrega chile guajillo, ancho, o chipotle, le cambia el sabor al platillo y, si bien el consumidor o consumidora yucateca puede encontrar el platillo de su agrado, deja de reconocerlo como “lomitos de Valladolid”. En otro ejemplo, recientemente, influenciados por las demandas turísticas, un restaurante ubicado en el primer cuadro de la ciudad de Mérida, ha comenzado a asimilar los papaduzles yucatecos a las enchiladas y ha agregado crema de leche a una salsa que nunca antes la había requerido. Una vez más, turistas que esperan una comida mexicana rica en crema y queso la encontrarán de su agrado, pero la gastronomía yucateca consiste en platillos que, con excepción del queso relleno, se cocinan sin leche, ni cremas, ni quesos. La gastronomía yucateca privilegia el uso de las carnes de cerdo, pavo, pollo, y pescados y mariscos; usa cítricos, especialmente la naranja agria y el limón (o fuera de estación de cítricos, el vinagre blanco) para marinar las carnes y para preparar salsas; no usa chiles en la confección de las comidas más que para dar sabor y no picor, y coloca los chiles en la mesa para que cada comensal lo use como prefiera; y no usa cremas ni quesos en sus salsas ni como aderezo (su creciente uso es reciente y resultado de las demandas de turistas e inmigrantes). Los y las yucatecas consideran estas prácticas una expresión del gusto regional. La mayoría de la población del estado considera este gusto una inclinación casi natural. En consecuencia, poco se preguntan acerca de las razones por las que usamos esos ingredientes y no otros, y por qué de esas maneras.




El gusto es, para concluir, producto de relaciones sociales, económicas, políticas que se han gestado a lo largo dela historia. Sin embargo, la mayoría de las poblaciones no pone atención en las razones por las que comemos lo que comemos y por las que algo nos gusta y nos parece natural. La antropología, con ayuda de la historia, puede ser muy útil para examinar qué procesos históricos, sociales, económicos, políticos se encuentran detrás de lo que llamamos cocina yucateca, cocina maya, cocina mexicana, Alta Cocina y Nueva Cocina. Aunque lo parezcan, no existe ‘naturalmente’ ninguna cocina étnica, local, regional, ni nacional. La antropología de la cocina y de la comida es un campo de estudios que posee las herramientas conceptuales, teóricas y metodológicas para explicar cómo surgen estas cocinas, cómo se crean, y cómo se establecen como ‘tradiciones’ duraderas; o en contraste, como se transforman estos gustos que antes parecían fijos e inmutables.




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