viernes, 13 de junio de 2014

Antropología, diversión y creación culinaria

En esta entrada del blog propongo que es necesario dirigir la mirada antropológica a la relación lúdica de los individuos, mujeres y hombres, con la comida. Es muy cierto que toda cultura tiene reglas acerca de lo que es comestible y lo que no lo es, acerca de cuando es posible y cuando no se debe comer algo, acerca de las maneras en las que los alimentos deben de comerse y de lo que no se debe hacer al comer, y muchas más. Sin embargo, queda la pregunta acerca de los espacios y los momentos en los que estas reglas se relajan o se hacen más rígidas. A un yucateco o yucateca puede no gustarle la manera en la que algún foráneo o foránea cocina o consume un platillo de la gastronomía regional, pero en otro contexto, con amigos y amigas, puede experimentar, jugar y divertirse con la manera de cocinar, de presentar o de consumir el mismo platillo. Si bien, y en general, una gastronomía establecida da poco espacio para la experimentación, la cocina profesional y la doméstica pueden ser también espacios de juego y experimentación culinaria.

La gastronomía nació con ambiciones científicas y racionales: desde su formulación inicial de inicios del siglo xix, por Brillat-Savarin y otros escritores franceses como Grimod de la Reynière, hasta la edición en 1920 del libro de Marcel Rouff, La vie et la passion de Doddin-Boufant, Gourmet, la gastronomía consistía de reglas claras que normaban el buen cocinar, comer y beber. El libro clásico de la cocina italiana proponía un acercamiento científico a la cocina (Pellegrino Artusi, La scienza in cucina e l’arte di mangiare bene, 1891), y la disciplina de la Economía Doméstica privilegiaba el uso científico y racional de los alimentos en la cocina del hogar (Harvey Levenstein, Revolution at the Table, 1989). La gastronomía, en tanto reglas del buen comer y beber, era producto de una época en la que los miembros de la elite social se distinguían de los ciudadanos comunes y de los animales. Sólo una persona bien educada podría compartir los principios gastronómicos y, con esas reglas claras, hasta el plato más humilde podía rebasar en sofisticación el dispendio lujoso de los nuevos ricos, generalmente carentes de educación gastronómica – algo que la aristocracia francesa afirmaba poseer casi por naturaleza.


El autor ante un plato de carpaccio di salmone, Venecia, 2004

Aunque por décadas los franceses dominaron el campo de la gastronomía, sus reglas estuvieron lejos de ser adoptadas por todos. Desarrollándose como una cocina sofisticada, los grandes sustituyeron la grasa animal (de cerdo y pato) por la mantequilla y crearon una diversidad de salsas que requerían de gran maestría, y su presencia en los platillos los definía como pertenecientes a la Alta Cocina. Sin embargo, los italianos produjeron un paradigma alternativo de Alta Cocina: una cocina simple de pocos ingredientes frescos cuyos sabores y aromas son plenamente identificables y que se complementan en el platillo dando lugar a una experiencia placentera de la comida que difería de la francesa (en italiano, sofisticato quiere decir adulterado, difícilmente un valor positivo. Por ejemplo, un vino ha sido sofisticato cuando se le agrega agua a algún otro ingrediente para modificar sus propiedades sensual-sensoriales). Con el paso del tiempo estos paradigmas (francés e italiano) han perdido sus fronteras: hoy tanto franceses pregonan la cocina simple, como italianos buscan salsas complejas. Sin embargo, estos paradigmas han sido aceptados de manera distinta en el ámbito internacional. En Yucatán, como en México y otras partes del mundo, la cocina francesa se convirtió en el modelo a seguir durante el período francófilo del porfiriato, y algunos recetarios de cocina yucateca resaltan la abundancia de salsas en la cocina regional que, según sus autores, la elevan a la altura de otras grandes cocinas del mundo.

Cómo ya he escrito en entradas precedentes y en mi libro Foodscapes, Foodfields and Identities in Yucatán (Cedla-Berghahn, 2012), el campo de lo gastronómico, en virtud de reglas estrictas y restrictivas, tiene la tendencia a parecer estático. Aunque cambia, sus transformaciones son más lentas y, por mucho tiempo parecen solo agregar matices que no alteran el espíritu del platillo. Sin embargo, en la cocina doméstica, cotidiana, las mujeres y hombres que cocinan introducen cambios derivados tanto de la improvisación como de un acercamiento lúdico a la comida. Puede decirse que las y los cocineros domésticos se encuentran libres para jugar y divertirse con su comida.

En el presente llevo a cabo un proyecto de investigación enfocado sobre las transformaciones en las prácticas y hábitos culinarios que se derivan de la apropiación de nuevas tecnologías. Estas incluyen desde el uso de nuevos aparatos eléctricos (para hacer pan, helados, para freír, cocer arroz, hacer café, para hornear [hornos eléctricos y microondas], para procesar los ingredientes [licuadoras, batidoras, robots]; pero incluyen nuevas tecnologías para la región, aunque sean viejas en otros lados: tagines, woks, cuchillos de porcelana, y muchos más. Pero al hablar de tecnologías y comida se olvida frecuentemente que al espacio de la cocina entran productos enlatados a los que se les ha agregado ingredientes químicos que resaltan los sabores y hacen preferible, en muchas casa, cocinar con tomates enlatados y no con tomates frescos, o preparar unos frijoles de lata en vez de cocinarlos en la casa. Estas nuevas tecnologías, usadas en el espacio doméstico, son indicadores de transformaciones en las prácticas culturales relacionadas con la preparación y el consumo de los alimentos.


Aparatos eléctricos en tienda departamental. Mérida, Yuc. 2014 

Por mucho tiempo la improvisación ha jugado un papel importante en la cocina doméstica: cuando se dependía del acceso estacional a los productos, o del mercado semanal de carnes, pescados y otros ingredientes, quien cocinaba se veía frecuentemente forzada a alterar los ingredientes del platillo en función de lo que se encontraba o no en los mercados, tiendas y supermercados. Cuando la moneda se devaluaba, desaparecían de las tiendas, entre muchas cosas, los chorizos españoles, el azafrán, los jereces, y vinos porto usados para la elaboración de distintos platillos yucatecos. Entonces, se sustituían con refrescos de cola, chorizos nacionales o longanizas regionales. Aunque en esas ocasiones podía existir un cierto elemento lúdico, eran más actos de improvisación por los que unos ingredientes eran sustituidos por otros, pero lo que se buscaba era acercarse en lo posible al sabor esperado del platillo “original”.

En las última décadas ha ocurrido una serie de transformaciones importantes en la ciudad de Mérida que permiten enfocarse al aspecto lúdico. Para comenzar, tenemos el ámbito global de los chefs que aparecen en los distintos medios: por ejemplo, prensa, radio, televisión, y la Internet. Si bien no todos saben, ni a todos les importa, en distintos lugares, lo que se reconoce como gastronomía, paradójicamente, no es el seguimiento de reglas estrictas para cocinar los platillos nacionales, sino la creatividad lúdica del chef quien congela con nitrógeno distintos ingredientes, usa sopletes para quemar otros, prepara ingredientes de maneras ajenas a la tradición nacional (un ejemplo es el chef en la película Dinner Rush [2001], quien fríe los espaguetis para presentar las pastas italianas). Las Altas Cocinas catalana y vasca, así como la nouvelle cuisine de Francia, y distintos restaurantes famosos en diversos países con no gran reputación gastronómica internacional (Noruega, Inglaterra, p. ejemplo), se han hecho famosos por estas innovaciones propiciadas por el uso de nuevas tecnologías, o por la introducción de tecnologías y técnicas que no habían sido utilizadas antes para cocinar. Existen también “innovadores” que cocinan platillos regionales buscando satisfacer un gusto ajeno al local: por ejemplo, hay restaurantes en los que los papadzules (que ellos mal-entienden como enchiladas) se cocinan con crema de leche, o donde a los lomitos de cerdo se le agrega algún chile del altiplano central, o donde la carne de cerdo se sustituye con carne de res, todo para satisfacer el gusto de los turistas nacionales. O el caso de un cocinero norteamericano con su escuela en la ciudad de Mérida, quien recientemente publicó un recetario de cocina yucateca, en la que convierte al frijol con puerco en una especie de chili con carne, agregándole comino y otros condimentos para “fortificarlo” y hacerlo más reconocible y apetecible entre los habitantes de los EEUU.


Alacena en cocina doméstica, Mérida, 2014

La ciudad de Mérida ha sido espacio de transformaciones en el paisaje culinario gastronómico derivadas de una creciente inmigración de mexicanos de distintas regiones del país así como de extranjeros tanto de este como de otros continentes. Las y los cocineros meridanos hoy tienen a su disposición restaurantes de múltiples cocina nacionales y regionales mexicanas. Las librerías exhiben recetarios de cocina de distintos países y de distintas regiones. Las tiendas departamentales, los hiper- y supermercados, y distintos negocios especializados ofrecen acceso a ingredientes necesarios para distintas cocinas, y de tecnologías (aparatos eléctricos e instrumentos de cocina en general) que permiten replicar o experimentar con formas nuevas (localmente) y distintas de cocinar. Las escuelas de cocina en universidades privadas se multiplican y los y las estudiantes aprenden, además de técnicas y usos de tecnologías, que cada quien, si quiere tener éxito profesional, debe de dejar su marca en lo que cocina, inventar nuevos platillos y para ellos debe de mezclar ingredientes, técnicas y tecnologías (en el pasado hubo el pizzanucho, hoy hay lasaña de cochinita). Las grandes corporaciones agro-alimentarias han inundado el mercado con alimentos procesados, enlatados, congelados, en conserva, en los que se han agregado azúcares y sal en formas veladas, así como una gran cantidad de compuestos químicos y sintéticos para lograr texturas deseables y resaltar los sabores (Steve Ettlinger, Twinkie, Deconstructed: My Journey to Discover How the Ingredients Found in Processed Foods Are Grown, Mined (Yes, Mined), and Manipulated into What America Eats, 2008). En consecuencia, ya no son sólo los chefs quienes juegan con la comida, sino que quien tiene los recursos para adquirir nuevas herramientas tecnológicas y productos de manipulación tecnológica para la casa pueden jugar también.


Este es otro espacio abierto para la investigación antropológica: ¿Quiénes tienen un acercamiento lúdico a la comida? ¿Qué informa sus prácticas? ¿De qué manera el mercado global de bienes de consumo culinarios se manifiesta en las prácticas domésticas y profesionales en la ciudad? ¿En qué formas la transformación del paisaje culinario gastronómico está transformando las prácticas y hábitos de comida en la ciudad de Mérida y el estado de Yucatán? ¿Qué transformaciones culturales se asocian a estos cambios en la comida? Éstas y otras preguntas más nos pueden permitir acercarnos a la experiencia lúdica de la cocina y, por tanto, a la estética cultural culinario-gastronómica.

martes, 25 de marzo de 2014

El placer de comer: los Foodies en la sociedad contemporánea



Almuerzo en España, Agosto 2013

Como señalaba en la entrada anterior, el gusto es en apariencia una experiencia subjetiva, pero desde la antropología necesita ser entendido como producto de las relaciones sociales, económicas, políticas, y como marcada por valores sociales, políticos, morales y religiosos, entre otros. No hay un gusto natural por nada, pero es natural que sintamos el sabor de las cosas. ¿Por qué unos prefieren comer queso y otros no? Entre quienes lo comen, ¿por qué unos prefieren que esté totalmente pasteurizado y que todo ser vivo haya sido eliminado en él, y otros prefieren quesos artesanales que contienen bacterias y hongos? Unos han crecido comiendo quesos procesados, y han aprendido que es mejor cuando se hace de manera industrial e higiénica (esterilizando el producto), para los segundos, el queso es un producto orgánico vivo, y distintas bacterias y hongos les confieren distintos colores, aromas, texturas y sabores. Nuestros órganos del gusto han recibido una educación, a veces implícita, a veces explícita, acerca de lo que es placentero o no. Es decir, el gusto de cualquier grupo tiene una historia y es parte de un conjunto de prácticas y valores culturales que han quedado inscritas en el cuerpo humano.

Tomemos el ejemplo de los chiles. En México, en India, en Tailandia, y en muchas otras regiones, los chiles forman parte de la dieta cotidiana. Las cocineras y cocineros preparan los platillos con los chiles adecuados para alcanzar el aroma, el sabor y la intensidad del picor del platillo. En Yucatán, en contraste, pocos platillos se cocinan con chiles picantes. Esto no quiere decir que a muchos yucatecos les disguste lo picante. Pero, entre las reglas sociales y culturales de la región, muchos consideran apropiado y educado que los chiles se sirvan en la mesa y que cada comensal le agregue a su comida tanto como le plazca. Luego, en otras sociedades los individuos no consumen chiles picantes, y en otras los han comenzado a consumir recientemente. En las prácticas culturales de los yucatecos, y hasta donde se, de los mexicanos, ni hombres ni mujeres se enfrascan en competencias para establecer quién come más picante ni más chiles. Sin embargo, quienes seguimos canales sobre comida y cocina en la televisión hemos visto programas en los que el reto es comer la comida más picante. En un episodio, el conductor del programa estaba en un restaurante enfrentándose a unas croquetas que contenían en el molido grandes cantidades de chile habanero que luego venían servidas con salsa de todavía mucho más chile habanero. Estos retos machistas son ajenos a las prácticas en sociedades donde el chile forma parte de la dieta corriente. Por ello, los miembros de un grupo de televisión extranjera que visitaban Yucatán decidieron remandar la producción de su programa sobre la comida yucateca. Según me informaron, les interesaba conocer la cultura del chile. Al pedirme que les organizase en un pueblo un combate entre campesinos para ver quién comía más picante, les dejé saber que ese tipo de combates eran ajenos a las prácticas locales. Aproveché para explicarles algunas costumbres más acerca de la cocina y dieta yucateca, y del papel del picante en ella, y decidieron que sería mejor informarse un poco más antes de venir a filmar.


Sardinas asadas en la calle, Porto, 2013

En 2003, la filósofa Lisa Heldke publicó su libro Exotic Appetites: Rumminations of a Food Adventurer. El libro toca distintos temas, pero el que me interesa resaltar aquí es la relación entre lo que ella llama Food Adventurers, o “exploradores culinarios” y la búsqueda de lo exótico. Con la modernidad, la migración, el turismo de masas y luego de nicho, es cada vez más posible que los individuos, en tanto que consumidores, tengamos la posibilidad de probar la comida que otros grupos, con otros gustos culturales, producen para su propio consumo y para quienes se aventuran en las profundidades del paisaje culinario. Hay quienes seleccionan su lugar de viaje basándose en la búsqueda de comidas exóticas, extrañas, delicadas, sofisticadas, experimentales; y hay quienes sin necesidad de salir de su ciudad tienen la posibilidad de probar al Otro (es decir, la comida del otro, lo exótico). Esta búsqueda de lo exótico va frecuentemente (no siempre) aparejada con la búsqueda de lo auténtico. Pero lo exótico puede verse de muchas maneras: Por ejemplo, para algunos la comida del sur de Asia puede ser muy extraña y aprovechando que ahora en Mérida comienzan a abrirse restaurantes de comida de la India, y tailandeses, pueden decidir adentrarse en la experiencia de los sabores, aromas, colores, texturas de una cocina distinta de la yucateca. Después de resistir por algunos años la experiencia del sushi (ya que la idea del pescado crudo les repugnaba), muchos yucatecos urbanos consumen ahora versiones masificadas de dicho platillo: pueden hasta comprarlo en supermercados de la ciudad, ya preparado para llevárselo a casa. Otra experiencia de lo exótico es la búsqueda de alimentos que dentro del grupo se consideran repelentes: por ejemplo, los yucatecos no consumen insectos; así que con la apertura de un mercado de productos oaxaqueños, cada vez más individuos se animan a probar chapulines. Muestra en parte su apertura a otros sabores, y su ‘valor’ para meter en la boca un elemento hasta entonces ajeno a su comprensión de lo comestible. Luego, en grandes ciudades, el acceso a ingredientes exóticos que el consumidor encontraría culturalmente repelentes, permite demostrar las agallas que uno tiene al comprar y consumir huevos de pato almacenados por largos períodos en cenizas. Aún recuerdo cuando siendo estudiante en Montreal acudía al mercado chino a comprar ingredientes diversos, que tenían recipientes de barro con “huevos de cien años”. Su olor a azufre era sumamente potente. Otro ingrediente difícil de conseguir en la región yucateca es la asafétida, semilla también de fuerte olor a azufre. Tan fuerte que en una ocasión lo compre en un mercado en Irvine, California; lo dejé por un tiempo almacenado, pero su olor traspasaba bolsas de plástico y otros recipientes con los que trataba de controlar la difusión de su aroma. 

Es en el contexto de esta búsqueda de lo exótico que algunos individuos (en números cada vez mayores) se enfrascan en competencias para ver quién come más chiles, o quién come alacranes o tarántulas, y luego comparan listas de platillos “extraños” que han consumido. En Facebook, por ejemplo, de vez en cuando aparecen nuevas listas de platillos e ingredientes extraños. Un desarrollo interesante es que algunas de ellas sirven para definir que tan foodie uno es. Lo curioso es que estas listas contienen platillos o ingredientes ajenos a la cultura de quien publica la lista, pero totalmente cotidianos en otras sociedades: pulpo, carne de serpiente, poutin quebequense (papas fritas en salsa de carne con crema de leche y queso fundido en su versión básica), testículos de toro, etc.

Pulpo asado en Lisboa, Septiembre 2013

¿Por qué encuentro esto “interesante”? Porque existe otra relación con el placer de la comida. En una fiesta este año, en los EEUU, un comensal me decía que él se considera foodie porque está abierto a comer lo que sea. No tiene miedo de comer nada. En efecto, en su libro Foodies: Democracy and Distinction in the Gourmet Foodscape, Josée Johnson y Shyon Baumann (2010) distinguen dos tipos extremos de la definición de foodie: unos buscan sus comidas en pequeños restaurantes y comederos étnicos en donde presumen encontrar versiones “auténticas” de la comida. Para ellos, un indicador de su autenticidad es que al mirar al interior del restaurante lo encuentran lleno de integrantes del grupo étnico o nacional en que se especializa el local: si un restaurante chino está lleno de chinos debe por necesidad ser muy bueno. Estos foodies rechazan la comida de los restaurantes caros por ser elitista. Su visión y disposición, como dice el título del libro, es “democrática”.  En contraste, otro grupo que se reconoce como foodie busca alimentos delicados y selectos, independientemente de su precio. Esto delata, en los ojos de sus semejantes y sus críticos, un elemento de distinción que lo separa y distancia de los demás. Estos foodies buscan y se deleitan con un buen foie gras, pueden distinguir el sabor de trufas negras y blancas, estivas o invernales, buscan vinos de cosechas especiales y los consumen en la copa exacta y a la temperatura ideal para el tipo de uva, buscan el maridaje perfecto entre lo que comen (quesos, fruta, carne, verduras, o lo que sea) con lo que beben (vino, cerveza, bebidas espirituosas), comen sus alimentos en el orden preferible, etc. Por supuesto, este tipo de consumo requiere de un alto nivel de ingreso, de la acumulación de lo que Pierre Bourdieu llama “capital cultural”, y del acceso a restaurantes o ingredientes altamente especializados. 

Es importante reconocer la co-existencia de estos dos sentidos en la palabra foodie, ya que existen hoy día artículos en periódicos y hasta libros que condenan la existencia del foodie como esencialmente anti-democrática. Esto es equivocado conceptualmente ya que como apenas indicado, hay un foodie que se ve democrático. Pero tampoco parece antropológicamente correcto condenar el otro tipo de foodie. Me parece que en esta condena subyace un marco moralista que condena el placer en la comida. El movimiento orgánico, el de slow food, y otros movimientos alternativos relacionados con la comida comparten valores con los dos tipos de foodie. De hecho, frecuentemente son criticados por elitistas. Quizás lo que es importante es cuestionar las estructuras sociales que surgen de, y sustentan la economía capitalista. Lo que sería importante no es que nadie coma platillos o ingredientes ‘elitistas’ sino re-significarlos y hacerlos de acceso general. Como cualquier platillo o ingrediente, algunas y algunos los encontrarán placenteros y buscarán consumirlos, o los encontrarán repelentes o simplemente irrelevantes y no los consumirán nunca más. Hace unas décadas una persona me confesó que sabía poco de vinos y me pidió que lo acompañase a comprarlos. Le recomendé varios entre los que entonces se encontraban disponibles en el mercado regional. Más adelante me encontré de nuevo con esta persona y me dijo que había tomado con su pareja la botella de champagne (un Viuda de Clicquot) y que no le parecía, en cuanto sabor, mejor que un espumoso mexicano dulce y común en aquella época y, peor, el champagne costaba seis o siete veces más que el espumoso local.

Vitrina con pescados, Córdoba, España, septiembre 2013

Como sucede con muchos otros conceptos, los antropólogos y antropólogas no nos preocupamos por certificar si alguien es o no un foodie. Lo importante es reconocer las estructuras sociales y las prácticas culturales, en un contexto económico y político concreto, en una sociedad con una multiplicidad de valores religiosos, éticos, morales, que contribuyen a dar una gran diversidad de significados a la comida. Es ese mismo contexto y sus transformaciones a lo largo de la historia que nos permiten entender las razones por el gusto y el disgusto por ingredientes, platillos, cocinas enteras, y en ocasiones las consecuencias inclusionarias y exclusionarias que estos gustos, sólo aparentemente “naturales”, tienen.


domingo, 9 de marzo de 2014

El gusto en y por la comida: su raíz social y cultural


En años recientes nos hemos encontrado bajo el bombardeo de los medios de comunicación que anuncian la nueva catástrofe moral: la obesidad es un problema que queda comúnmente relacionado con el fracaso del individuo por controlarse, y este fracaso es tan generalizado que sus consecuencias médicas alcanzan ya proporciones epidémico-apocalípticas. Se han multiplicado las páginas de revistas, periódicos, páginas web, libros y más en los que se anuncia la plaga que viene como resultado del fracaso colectivo de individuos incapaces de contenerse. Ante la presencia y autoridad de la multiplicidad de discursos – en los que colaboran médicos, nutriólogos, biólogos, e investigadoras e investigadores de distintas disciplinas sociales – hemos olvidado que en la experiencia diaria de lo que comemos el gusto juega un papel importante. Su importancia no radica simplemente del hecho de que una comida nutritiva es mejor aceptada si sabe bien, sino del hecho que la preferencia por ciertos alimentos, el placer subjetivo derivado de su consumo, es el resultado de relaciones sociales, económicas, y políticas culturalmente informadas. No hay mucho de ‘natural’ en el gusto, fuera de que dependemos de la presencia de papilas gustativas y del olfato para poder apreciar la complejidad y diversidad de sabores.




Desde la invención de la ciencia como forma privilegiada de conocimiento se ha buscado realizar reducciones y simplificaciones que permitan el análisis de las relaciones entre variables claramente identificables. Científicos del Atlántico Norte (Europa y los EEUU), provenientes de poblaciones hasta recientemente poco inclinadas a los placeres de la comida, han realizado reducciones que se han convertido en parte del sentido común; por ejemplo, sólo podemos apreciar cuatro sabores. ¿Será verdad? La experiencia cotidiana que tenemos con la comida sugiere que no es así. Pero la ciencia niega validez a la experiencia cotidiana. Por otra parte, la antropología es una disciplina social que busca recuperar la experiencia cotidiana de los individuos. Uno de los decanos de la antropología de la comida y la alimentación, Sidney Mintz, ha argumentado en su libro Dulzura y poder (1985), que, a pesar de lo que muchos ‘científicos’ sugieren, no tenemos una predilección natural por lo dulce. La generalización del gusto por lo dulce tiene como raíz la expansión global del capitalismo; misma que en algunos lugares como el Caribe, tomó la cara de grandes plantaciones de azúcar. Este producto, de haber sido primero medicina, y luego especia preciosa para las cocinas de las familias de la realeza, desde la antigüedad hasta la Edad Media, se convirtió gradualmente, con la sobreproducción en plantaciones caribeñas, en una fuente barata de energía para los trabajadores y, al mismo tiempo, en un producto condenable en la dieta de las clases altas que ahora habían modificado su apreciación estética de los cuerpos de cuerpos grandes y gruesos, a cuerpos delgados. El ejemplo de Mintz pone en evidencia cómo algo aparentemente banal y cotidiano como nuestro gusto por lo dulce, es producto de una historia de relaciones desiguales de poder social, económico y político en el que han participado de manera distinta, distintas clases sociales, el imperialismo, los capitalistas, y el creciente grupo consumidor. A lo largo de este proceso, autoridades religiosas, morales, políticas y científicas han tenido mucho que decir, a veces promoviendo y a veces condenando la dieta y el gusto de los individuos.

Lo mismo puede decirse de las especias.  Su importancia económica y política se pone en evidencia cuando recordamos que el continente americano fue ‘descubierto’ por navegantes en busca de rutas cortas o alternas que les permitiesen entrar o consolidarse en el mercado de las especias. Éstas, por su parte, eran ingredientes en las cocinas de las clases altas de Europa y no parte de la dieta cotidiana del resto de la población. Su producción en masa era también forzada en plantaciones. Sin embargo, desde el final del siglo diecinueve, como bien han mostrado distintos autores, una visión moral de la conducta humana, generada por protestantes blancos de los Estados Unidos, dio lugar a la condena de la comida especiosa. Harvey Levenstein, en su libro Revolution at the Table (1988), ha mostrado cómo surgieron distintos grupos con una visión moral y religiosa particular (protestante) que condenaban la dieta de los inmigrantes por ser una dieta rica en especias. Para estos blancos protestantes, la dieta especiosa conducía necesariamente al consumo del alcohol y a la promiscuidad. Estos, a su vez, reducían la inclinación e incapacitaban a los individuos para trabajar a los ritmos que demandaban las fábricas de finales del siglo diecinueve e inicios del veinte. Otras autoras y autores han examinado los discursos religiosos y morales que dan forma al discurso nutricional moderno y a su condena de la gordura y la grasa. Si ponemos atención a estos discursos, podemos encontrar que las diatribas contemporáneas en contra de la dieta ‘tradicional’ mexicana en general, o la yucateca en particular, existen ecos de esa visión moralista y religiosa, aunque se encuentren generalmente revestidas de reclamos de autoridad, objetividad y verdad ‘científica’. En esta entrada de blog no entraré en detalles, pero existe toda una crítica a la manera en la que la ‘verdad’ se construye en la ciencia moderna. Textos ilustrativos son los de Steven Shapin A Social History of Truth (1995), los distintos escritos de Michel Foucault sobre distintas ciencias (criminología, medicina, psiquiatría, psicología, sexología), y muchos otros autores más. Estos y estas autoras nos piden que seamos críticos, reflexivos, y no aceptemos con tanta facilidad lo que nos dicen que es una ‘verdad’ científica. Hillel Schwatz (Never Satisfied, 1990) y Peter N. Stearns (Fat History, 2002), se encuentran entre muchos autores y autoras que han dado los datos para poder darnos cuenta cómo las normas sobre el peso saludable fueron creadas de manera interesada por compañías de seguros y aceptadas acríticamente por la medicina.


El gusto es, entonces, producto de las relaciones sociales a lo largo de la historia. Gradualmente codificamos qué es comestible y qué no lo es. Así, poblaciones rurales empobrecidas en el mundo consumen insectos o sus larvas como parte de su dieta, y los integrantes de sociedades mejor colocadas en la desigual estructura económica global, encuentran detestable la idea de consumir esos insectos. La poca inclinación de los chinos a consumir lácteos ha sido atribuida a una carencia genética de la habilidad para procesar este alimento, mientras que distintos historiadores y antropólogos han argumentado de que se trata del resultado de una decisión política del pasado que se transformó en un gusto ‘natural’. Así, como muchas veces pasa, el pensamiento reduccionista confunde las causas y los efectos. En mi artículo publicado en la revista holandesa Etnofoor, titulado “Gastronomic Inventions and the Aesthetics of Regional Food: The Naturalization of Taste” (2012), he discutido el proceso histórico y socio-cultural por el que el gusto yucateco se percibe como natural de los pobladores de la región y como una inclinación por ciertos sabores, aromas, colores y texturas en la comida, son producto de la historia idiosincrásica de la península y del estado de Yucatán. Las especias y los ingredientes favorecidos por los yucatecos no son exclusivos de la región: el comino, la canela, la pimienta de Castilla, la pimienta de Tabasco, los chiles (xkat ik, max, habanero), el orégano, las hojas de laurel, el epazote, el azafrán, la cebolla roja, los ajos, el limón, la naranja agria, y muchos más, se encuentran en los mercados de distintas partes de Europa, del continente americano, y de Asia. Lo que los hace yucatecos es la configuración particular que ha quedado establecida a lo largo de la historia en su uso culinario. Un yucateco o yucateca puede aceptar variaciones en las recetas siempre y cuando se mantengan dentro de un código local de lo aceptable. Por ejemplo, el guiso “Lomitos de Valladolid” consiste en su versión básica de carne de lomo de cerdo troceada muy pequeña, con tomate, sal y chile rojo seco y ahumado. Alguna familia le agrega un toque de orégano, otros le agregan chile habanero al hervir la salsa, otros le agregan un toque de ajo. Pero en todos estos casos son sabores aceptables e ingredientes que localmente se consideran parte del gusto local. Sin embargo, si alguien, al preparar la salsa le agrega chile guajillo, ancho, o chipotle, le cambia el sabor al platillo y, si bien el consumidor o consumidora yucateca puede encontrar el platillo de su agrado, deja de reconocerlo como “lomitos de Valladolid”. En otro ejemplo, recientemente, influenciados por las demandas turísticas, un restaurante ubicado en el primer cuadro de la ciudad de Mérida, ha comenzado a asimilar los papaduzles yucatecos a las enchiladas y ha agregado crema de leche a una salsa que nunca antes la había requerido. Una vez más, turistas que esperan una comida mexicana rica en crema y queso la encontrarán de su agrado, pero la gastronomía yucateca consiste en platillos que, con excepción del queso relleno, se cocinan sin leche, ni cremas, ni quesos. La gastronomía yucateca privilegia el uso de las carnes de cerdo, pavo, pollo, y pescados y mariscos; usa cítricos, especialmente la naranja agria y el limón (o fuera de estación de cítricos, el vinagre blanco) para marinar las carnes y para preparar salsas; no usa chiles en la confección de las comidas más que para dar sabor y no picor, y coloca los chiles en la mesa para que cada comensal lo use como prefiera; y no usa cremas ni quesos en sus salsas ni como aderezo (su creciente uso es reciente y resultado de las demandas de turistas e inmigrantes). Los y las yucatecas consideran estas prácticas una expresión del gusto regional. La mayoría de la población del estado considera este gusto una inclinación casi natural. En consecuencia, poco se preguntan acerca de las razones por las que usamos esos ingredientes y no otros, y por qué de esas maneras.




El gusto es, para concluir, producto de relaciones sociales, económicas, políticas que se han gestado a lo largo dela historia. Sin embargo, la mayoría de las poblaciones no pone atención en las razones por las que comemos lo que comemos y por las que algo nos gusta y nos parece natural. La antropología, con ayuda de la historia, puede ser muy útil para examinar qué procesos históricos, sociales, económicos, políticos se encuentran detrás de lo que llamamos cocina yucateca, cocina maya, cocina mexicana, Alta Cocina y Nueva Cocina. Aunque lo parezcan, no existe ‘naturalmente’ ninguna cocina étnica, local, regional, ni nacional. La antropología de la cocina y de la comida es un campo de estudios que posee las herramientas conceptuales, teóricas y metodológicas para explicar cómo surgen estas cocinas, cómo se crean, y cómo se establecen como ‘tradiciones’ duraderas; o en contraste, como se transforman estos gustos que antes parecían fijos e inmutables.