lunes, 11 de enero de 2016

En gustos y comida, todo es relativo

Una de las contribuciones de la antropología al pensamiento crítico social del siglo veinte fue el del relativismo cultural. En pocas palabras, este término hace referencia a la necesidad de comprender las prácticas y modos de entender el mundo en el contexto cultural del grupo que las genera y hace uso de ellas. Ésta es una forma saludable (social, política y culturalmente) de relacionarse con grupos de personas que viven en el mundo de acuerdo con reglas distintas a las de la sociedad del antropólogo o antropóloga. Por ejemplo, si en su sociedad el antropólogo no consume maíz por considerarlo alimento para animales, o prefiere frijoles bayos en vez de negros, en vez de burlarse o condenar la dieta de la gente que observa y con quienes comparte la experiencia de la investigación de campo, busca adentrarse en las razones históricas, en los significados culturales, y en el sentido social de las prácticas desplegadas en la producción, circulación y consumo de este tipo de grano. El relativismo, en su origen, se oponía al universalismo; es decir la presunción de que existe una forma superior de ser y hacer, o de entender el mundo y que por tanto todos deberían adoptarla. Jeffrey Pilcher, en su libro ¡Que vivan los tamales! (1998) analiza los discursos ideológicos eurocéntricos adoptados por las elites mexicanas del porfiriato que condenaron el consumo del maíz entendiéndolo como un obstáculo para la civilización, ya que las más altas civilizaciones (europeas y norteamericana) consumían trigo. Por otra parte, los ideólogos de la revolución mexicana, en su nacionalismo parroquial, reivindicaron el valor del maíz para la cultura mexicana. Estos valores subiste en la propuesta de una cocina nacional patrimonio de la humanidad basada en la imaginación de la comida precolombina.

El relativismo cultural es para los antropólogos y antropólogas una herramienta conceptual que nos obliga a tomar en cuenta la historia y las relaciones sociales, así como la multitud de sentidos culturales para acercarnos al significado que prácticas, discursos, ideas, formas de ver y entender el mundo, tienen para distintos grupos sociales. Cada grupo entiende su dieta a partir de su historia y sus relaciones sociales al interno del grupo y con grupos ajenos. Por ejemplo, a mexicanos de distintas regiones les parece ‘natural’ que ciertos insectos (no todos) sean parte de la dieta cotidiana, mientras que para mexicanos de otras regiones la mera idea de consumir insectos produce repugnancia. Todos los grupos humanos pasamos por procesos de lo que he llamado “naturalización del gusto” (“The Naturalization of Yucatecan Taste”, Etnofoor, 2012). Esto es, históricamente, y mediante la repetición de ciertas prácticas, de combinaciones de sabores y aromas, y el desarrollo culturalmente específico de una estética culinaria, convertimos nuestras preferencias y apetencias por la comida en una disposición que percibimos y definimos como “natural”, a pesar de su carácter social e histórico. Como se desprende de la lectura del libro La Distinción (Bourdieu 1974), no hay un gusto más sofisticado en sí, sino un gusto que ha sido cultivado por las elites y que se despliega, se exhibe para marcar diferencias sociales y económicas.

Un ejemplo claro del universalismo culinario es el de la cocina francesa. Distintas autoras han analizado su surgimiento e institución como paradigma de la Alta Cocina (por ejemplo, P. Parkhurst Ferguson 2004, Accounting for Taste; R. Spang 2001, The Invention of the Restaurant; A. Trubek 2000, Haute Cuisine: How the French Invented the Culinary Profession). La revolución francesa privó de trabajo a los cocineros de la monarquía y aristocracia quienes se vieron obligados a migrar a distintas partes del mundo promoviendo los valores de la Alta Cocina francesa. Hoy las escuelas de cocina en el mundo se valoran según su aceptación de las prácticas y técnicas culinarias de la gastronomía francesa (ver el pedigrí de las escuelas de gastronomía en México). Para ser valoradas, las cocinas nacionales deben de resaltar sus parecidos a los valores de la cocina francesa, de otra manera se convierten en cocinas “étnicas”.

El relativismo, por otra parte, permite revalorar cocinas regionales, étnicas y nacionales no por plegarse al paradigma de la Alta Cocina francesa, sino por la promoción de valores, prácticas y la generación de un gusto estético-culinario radicado en la cultura que las produce. La antropología, entonces, contribuye a revalorar la cocina y la comida de los distintos grupos que la producen y consumen.

Desafortunadamente, desde una posición cientificista y universalista, en la que se buscan respuestas absolutas, se ha generado una crítica feroz al relativismo cultural colapsándolo con el relativismo moral. Este último permite afirmar que si algo tiene sentido para un grupo, no puede ser juzgado éticamente. Sin embargo, el relativismo cultural nos conduce a comprender cuál es el significado o conjunto de significados que una práctica tiene para los miembros de un grupo sin dejar de lado sus razones históricas y sociales. Esto es, no podemos olvidar que ese sentido puede sustentarse en relaciones desiguales de género, de clase social, de grupo étnico, o estar inscrita en relaciones desiguales de poder entre culturas colonizadoras y colonizadas. Consecuentemente, el relativismo debe conducir a una postura crítica que rechazaría el relativismo moral. Los cientificistas han pintado un monstruo y ahora se asustan de su caricatura. Es importante reconocer el valor que el relativismo cultural tiene en la disciplina y no descartarlo como moda posmoderna – ya existía cerca de ochenta años antes del surgimiento del posmodernismo – ni como forma epistemológica infantil. De otra manera corremos el riesgo de retornar a los valores absolutos en los que se han basado el colonialismo, el imperialismo, el racismo y otras formas de pensamiento totalitario.


Hoy necesitamos examinar las formas interculturales, las hibridaciones socio-culturales, las formas emergentes de vida, formas nuevas de biopoder y biosocialidad. Muchas de éstas encuentran reflejo en las prácticas culinarias y en la institución de gastronomías. El relativismo cultural seguirá siendo una herramienta útil para el análisis crítico de la vida cotidiana en la sociedad contemporánea y nos puede servir para realizar críticas informadas acerca de las condiciones históricas y las estructuras desiguales de poder que permiten, fomentan y favorecen la emergencia de cocinas nacionales y patrimoniales que se sostienen en los valores e ideología de las clases dominantes.