En esta
entrada del blog propongo que es necesario dirigir la mirada antropológica a la
relación lúdica de los individuos, mujeres y hombres, con la comida. Es muy
cierto que toda cultura tiene reglas acerca de lo que es comestible y lo que no
lo es, acerca de cuando es posible y cuando no se debe comer algo, acerca de
las maneras en las que los alimentos deben de comerse y de lo que no se debe
hacer al comer, y muchas más. Sin embargo, queda la pregunta acerca de los
espacios y los momentos en los que estas reglas se relajan o se hacen más
rígidas. A un yucateco o yucateca puede no gustarle la manera en la que algún
foráneo o foránea cocina o consume un platillo de la gastronomía regional, pero
en otro contexto, con amigos y amigas, puede experimentar, jugar y divertirse
con la manera de cocinar, de presentar o de consumir el mismo platillo. Si bien,
y en general, una gastronomía establecida da poco espacio para la
experimentación, la cocina profesional y la doméstica pueden ser también
espacios de juego y experimentación culinaria.
La
gastronomía nació con ambiciones científicas y racionales: desde su formulación
inicial de inicios del siglo xix,
por Brillat-Savarin y otros escritores franceses como Grimod de la Reynière,
hasta la edición en 1920 del libro de Marcel Rouff, La vie et la passion de Doddin-Boufant, Gourmet, la gastronomía consistía
de reglas claras que normaban el buen cocinar, comer y beber. El libro clásico
de la cocina italiana proponía un acercamiento científico a la cocina
(Pellegrino Artusi, La scienza in cucina
e l’arte di mangiare bene, 1891), y la disciplina de la Economía Doméstica
privilegiaba el uso científico y racional de los alimentos en la cocina del
hogar (Harvey Levenstein, Revolution at
the Table, 1989). La gastronomía, en tanto reglas del buen comer y beber,
era producto de una época en la que los miembros de la elite social se
distinguían de los ciudadanos comunes y de los animales. Sólo una persona bien
educada podría compartir los principios gastronómicos y, con esas reglas
claras, hasta el plato más humilde podía rebasar en sofisticación el dispendio
lujoso de los nuevos ricos, generalmente carentes de educación gastronómica –
algo que la aristocracia francesa afirmaba poseer casi por naturaleza.
El autor ante un plato de carpaccio di salmone, Venecia, 2004
Aunque
por décadas los franceses dominaron el campo de la gastronomía, sus reglas
estuvieron lejos de ser adoptadas por todos. Desarrollándose como una cocina
sofisticada, los grandes sustituyeron la grasa animal (de cerdo y pato) por la
mantequilla y crearon una diversidad de salsas que requerían de gran maestría,
y su presencia en los platillos los definía como pertenecientes a la Alta
Cocina. Sin embargo, los italianos produjeron un paradigma alternativo de Alta
Cocina: una cocina simple de pocos ingredientes frescos cuyos sabores y aromas
son plenamente identificables y que se complementan en el platillo dando lugar
a una experiencia placentera de la comida que difería de la francesa (en
italiano, sofisticato quiere decir adulterado,
difícilmente un valor positivo. Por ejemplo, un vino ha sido sofisticato cuando se le agrega agua a
algún otro ingrediente para modificar sus propiedades sensual-sensoriales). Con
el paso del tiempo estos paradigmas (francés e italiano) han perdido sus fronteras:
hoy tanto franceses pregonan la cocina simple, como italianos buscan salsas
complejas. Sin embargo, estos paradigmas han sido aceptados de manera distinta
en el ámbito internacional. En Yucatán, como en México y otras partes del
mundo, la cocina francesa se convirtió en el modelo a seguir durante el período
francófilo del porfiriato, y algunos recetarios de cocina yucateca resaltan la
abundancia de salsas en la cocina regional que, según sus autores, la elevan a
la altura de otras grandes cocinas del mundo.
Cómo ya
he escrito en entradas precedentes y en mi libro Foodscapes, Foodfields and Identities in Yucatán (Cedla-Berghahn, 2012), el campo de lo
gastronómico, en virtud de reglas estrictas y restrictivas, tiene la tendencia
a parecer estático. Aunque cambia,
sus transformaciones son más lentas y, por mucho tiempo parecen solo agregar
matices que no alteran el espíritu del platillo. Sin embargo, en la cocina
doméstica, cotidiana, las mujeres y hombres que cocinan introducen cambios
derivados tanto de la improvisación como de un acercamiento lúdico a la comida.
Puede decirse que las y los cocineros domésticos se encuentran libres para
jugar y divertirse con su comida.
En el
presente llevo a cabo un proyecto de investigación enfocado sobre las transformaciones
en las prácticas y hábitos culinarios que se derivan de la apropiación de
nuevas tecnologías. Estas incluyen desde el uso de nuevos aparatos eléctricos
(para hacer pan, helados, para freír, cocer arroz, hacer café, para hornear
[hornos eléctricos y microondas], para procesar los ingredientes [licuadoras,
batidoras, robots]; pero incluyen nuevas tecnologías para la región, aunque
sean viejas en otros lados: tagines, woks, cuchillos de porcelana, y muchos
más. Pero al hablar de tecnologías y comida se olvida frecuentemente que al
espacio de la cocina entran productos enlatados a los que se les ha agregado
ingredientes químicos que resaltan los sabores y hacen preferible, en muchas
casa, cocinar con tomates enlatados y no con tomates frescos, o preparar unos
frijoles de lata en vez de cocinarlos en la casa. Estas nuevas tecnologías,
usadas en el espacio doméstico, son indicadores de transformaciones en las
prácticas culturales relacionadas con la preparación y el consumo de los
alimentos.
Por
mucho tiempo la improvisación ha jugado un papel importante en la cocina
doméstica: cuando se dependía del acceso estacional a los productos, o del
mercado semanal de carnes, pescados y otros ingredientes, quien cocinaba se
veía frecuentemente forzada a alterar los ingredientes del platillo en función
de lo que se encontraba o no en los mercados, tiendas y supermercados. Cuando
la moneda se devaluaba, desaparecían de las tiendas, entre muchas cosas, los
chorizos españoles, el azafrán, los jereces, y vinos porto usados para la
elaboración de distintos platillos yucatecos. Entonces, se sustituían con
refrescos de cola, chorizos nacionales o longanizas regionales. Aunque en esas
ocasiones podía existir un cierto elemento lúdico, eran más actos de
improvisación por los que unos ingredientes eran sustituidos por otros, pero lo
que se buscaba era acercarse en lo posible al sabor esperado del platillo
“original”.
En las
última décadas ha ocurrido una serie de transformaciones importantes en la
ciudad de Mérida que permiten enfocarse al aspecto lúdico. Para comenzar,
tenemos el ámbito global de los chefs que aparecen en los distintos medios: por
ejemplo, prensa, radio, televisión, y la Internet. Si bien no todos saben, ni a
todos les importa, en distintos lugares, lo que se reconoce como gastronomía,
paradójicamente, no es el seguimiento de reglas estrictas para cocinar los
platillos nacionales, sino la creatividad lúdica del chef quien congela con
nitrógeno distintos ingredientes, usa sopletes para quemar otros, prepara ingredientes
de maneras ajenas a la tradición nacional (un ejemplo es el chef en la película
Dinner Rush [2001], quien fríe los
espaguetis para presentar las pastas italianas). Las Altas Cocinas catalana y
vasca, así como la nouvelle cuisine de
Francia, y distintos restaurantes famosos en diversos países con no gran
reputación gastronómica internacional (Noruega, Inglaterra, p. ejemplo), se han
hecho famosos por estas innovaciones propiciadas por el uso de nuevas
tecnologías, o por la introducción de tecnologías y técnicas que no habían sido
utilizadas antes para cocinar. Existen también “innovadores” que cocinan
platillos regionales buscando satisfacer un gusto ajeno al local: por ejemplo,
hay restaurantes en los que los papadzules (que ellos mal-entienden como
enchiladas) se cocinan con crema de leche, o donde a los lomitos de cerdo se le
agrega algún chile del altiplano central, o donde la carne de cerdo se
sustituye con carne de res, todo para satisfacer el gusto de los turistas
nacionales. O el caso de un cocinero norteamericano con su escuela en la ciudad
de Mérida, quien recientemente publicó un recetario de cocina yucateca, en la
que convierte al frijol con puerco en una especie de chili con carne,
agregándole comino y otros condimentos para “fortificarlo” y hacerlo más
reconocible y apetecible entre los habitantes de los EEUU.
Alacena en cocina doméstica, Mérida, 2014
La
ciudad de Mérida ha sido espacio de transformaciones en el paisaje culinario
gastronómico derivadas de una creciente inmigración de mexicanos de distintas
regiones del país así como de extranjeros tanto de este como de otros
continentes. Las y los cocineros meridanos hoy tienen a su disposición
restaurantes de múltiples cocina nacionales y regionales mexicanas. Las
librerías exhiben recetarios de cocina de distintos países y de distintas
regiones. Las tiendas departamentales, los hiper- y supermercados, y distintos
negocios especializados ofrecen acceso a ingredientes necesarios para distintas
cocinas, y de tecnologías (aparatos eléctricos e instrumentos de cocina en
general) que permiten replicar o experimentar con formas nuevas (localmente) y
distintas de cocinar. Las escuelas de cocina en universidades privadas se
multiplican y los y las estudiantes aprenden, además de técnicas y usos de
tecnologías, que cada quien, si quiere tener éxito profesional, debe de dejar
su marca en lo que cocina, inventar nuevos platillos y para ellos debe de
mezclar ingredientes, técnicas y tecnologías (en el pasado hubo el pizzanucho,
hoy hay lasaña de cochinita). Las grandes corporaciones agro-alimentarias han
inundado el mercado con alimentos procesados, enlatados, congelados, en
conserva, en los que se han agregado azúcares y sal en formas veladas, así como
una gran cantidad de compuestos químicos y sintéticos para lograr texturas
deseables y resaltar los sabores (Steve Ettlinger, Twinkie, Deconstructed: My Journey to Discover How the Ingredients
Found in Processed Foods Are Grown, Mined (Yes, Mined), and Manipulated into
What America Eats, 2008). En consecuencia, ya no son sólo los chefs quienes
juegan con la comida, sino que quien tiene los recursos para adquirir nuevas
herramientas tecnológicas y productos de manipulación tecnológica para la casa
pueden jugar también.
Este es
otro espacio abierto para la investigación antropológica: ¿Quiénes tienen un
acercamiento lúdico a la comida? ¿Qué informa sus prácticas? ¿De qué manera el
mercado global de bienes de consumo culinarios se manifiesta en las prácticas
domésticas y profesionales en la ciudad? ¿En qué formas la transformación del
paisaje culinario gastronómico está transformando las prácticas y hábitos de
comida en la ciudad de Mérida y el estado de Yucatán? ¿Qué transformaciones
culturales se asocian a estos cambios en la comida? Éstas y otras preguntas más
nos pueden permitir acercarnos a la experiencia lúdica de la cocina y, por
tanto, a la estética cultural culinario-gastronómica.