En años recientes nos hemos encontrado bajo el bombardeo de los medios de comunicación que anuncian la nueva catástrofe moral: la obesidad es un problema que queda comúnmente relacionado con el fracaso del individuo por controlarse, y este fracaso es tan generalizado que sus consecuencias médicas alcanzan ya proporciones epidémico-apocalípticas. Se han multiplicado las páginas de revistas, periódicos, páginas web, libros y más en los que se anuncia la plaga que viene como resultado del fracaso colectivo de individuos incapaces de contenerse. Ante la presencia y autoridad de la multiplicidad de discursos – en los que colaboran médicos, nutriólogos, biólogos, e investigadoras e investigadores de distintas disciplinas sociales – hemos olvidado que en la experiencia diaria de lo que comemos el gusto juega un papel importante. Su importancia no radica simplemente del hecho de que una comida nutritiva es mejor aceptada si sabe bien, sino del hecho que la preferencia por ciertos alimentos, el placer subjetivo derivado de su consumo, es el resultado de relaciones sociales, económicas, y políticas culturalmente informadas. No hay mucho de ‘natural’ en el gusto, fuera de que dependemos de la presencia de papilas gustativas y del olfato para poder apreciar la complejidad y diversidad de sabores.
Desde
la invención de la ciencia como forma privilegiada de conocimiento se ha
buscado realizar reducciones y simplificaciones que permitan el análisis de las
relaciones entre variables claramente identificables. Científicos del Atlántico
Norte (Europa y los EEUU), provenientes de poblaciones hasta recientemente poco
inclinadas a los placeres de la comida, han realizado reducciones que se han
convertido en parte del sentido común; por ejemplo, sólo podemos apreciar
cuatro sabores. ¿Será verdad? La experiencia cotidiana que tenemos con la
comida sugiere que no es así. Pero la ciencia niega validez a la experiencia
cotidiana. Por otra parte, la antropología es una disciplina social que busca
recuperar la experiencia cotidiana de los individuos. Uno de los decanos de la
antropología de la comida y la alimentación, Sidney Mintz, ha argumentado en su
libro Dulzura y poder (1985), que, a
pesar de lo que muchos ‘científicos’ sugieren, no tenemos una predilección natural por lo dulce. La generalización
del gusto por lo dulce tiene como raíz la expansión global del capitalismo;
misma que en algunos lugares como el Caribe, tomó la cara de grandes
plantaciones de azúcar. Este producto, de haber sido primero medicina, y luego
especia preciosa para las cocinas de las familias de la realeza, desde la
antigüedad hasta la Edad Media, se convirtió gradualmente, con la sobreproducción
en plantaciones caribeñas, en una fuente barata de energía para los
trabajadores y, al mismo tiempo, en un producto condenable en la dieta de las
clases altas que ahora habían modificado su apreciación estética de los cuerpos
de cuerpos grandes y gruesos, a cuerpos delgados. El ejemplo de Mintz pone en
evidencia cómo algo aparentemente banal y cotidiano como nuestro gusto por lo
dulce, es producto de una historia de relaciones desiguales de poder social,
económico y político en el que han participado de manera distinta, distintas
clases sociales, el imperialismo, los capitalistas, y el creciente grupo
consumidor. A lo largo de este proceso, autoridades religiosas, morales,
políticas y científicas han tenido mucho que decir, a veces promoviendo y a
veces condenando la dieta y el gusto de los individuos.
Lo
mismo puede decirse de las especias. Su
importancia económica y política se pone en evidencia cuando recordamos que el
continente americano fue ‘descubierto’ por navegantes en busca de rutas cortas
o alternas que les permitiesen entrar o consolidarse en el mercado de las
especias. Éstas, por su parte, eran ingredientes en las cocinas de las clases
altas de Europa y no parte de la dieta cotidiana del resto de la población. Su
producción en masa era también forzada en plantaciones. Sin embargo, desde el
final del siglo diecinueve, como bien han mostrado distintos autores, una
visión moral de la conducta humana, generada por protestantes blancos de los
Estados Unidos, dio lugar a la condena de la comida especiosa. Harvey
Levenstein, en su libro Revolution at the
Table (1988), ha mostrado cómo surgieron distintos grupos con una visión
moral y religiosa particular (protestante) que condenaban la dieta de los
inmigrantes por ser una dieta rica en especias. Para estos blancos
protestantes, la dieta especiosa conducía necesariamente al consumo del alcohol
y a la promiscuidad. Estos, a su vez, reducían la inclinación e incapacitaban a
los individuos para trabajar a los ritmos que demandaban las fábricas de
finales del siglo diecinueve e inicios del veinte. Otras autoras y autores han
examinado los discursos religiosos y morales que dan forma al discurso
nutricional moderno y a su condena de la gordura y la grasa. Si ponemos
atención a estos discursos, podemos encontrar que las diatribas contemporáneas
en contra de la dieta ‘tradicional’ mexicana en general, o la yucateca en
particular, existen ecos de esa visión moralista y religiosa, aunque se
encuentren generalmente revestidas de reclamos de autoridad, objetividad y
verdad ‘científica’. En esta entrada de blog no entraré en detalles, pero
existe toda una crítica a la manera en la que la ‘verdad’ se construye en la
ciencia moderna. Textos ilustrativos son los de Steven Shapin A Social History of Truth (1995), los
distintos escritos de Michel Foucault sobre distintas ciencias (criminología,
medicina, psiquiatría, psicología, sexología), y muchos otros autores más.
Estos y estas autoras nos piden que seamos críticos, reflexivos, y no aceptemos
con tanta facilidad lo que nos dicen que es una ‘verdad’ científica. Hillel
Schwatz (Never Satisfied, 1990) y
Peter N. Stearns (Fat History, 2002),
se encuentran entre muchos autores y autoras que han dado los datos para poder
darnos cuenta cómo las normas sobre el peso saludable fueron creadas de manera
interesada por compañías de seguros y aceptadas acríticamente por la medicina.
El
gusto es, entonces, producto de las relaciones sociales a lo largo de la
historia. Gradualmente codificamos qué es comestible y qué no lo es. Así,
poblaciones rurales empobrecidas en el mundo consumen insectos o sus larvas
como parte de su dieta, y los integrantes de sociedades mejor colocadas en la
desigual estructura económica global, encuentran detestable la idea de consumir
esos insectos. La poca inclinación de los chinos a consumir lácteos ha sido
atribuida a una carencia genética de la habilidad para procesar este alimento,
mientras que distintos historiadores y antropólogos han argumentado de que se
trata del resultado de una decisión política del pasado que se transformó en un
gusto ‘natural’. Así, como muchas veces pasa, el pensamiento reduccionista
confunde las causas y los efectos. En mi artículo publicado en la revista
holandesa Etnofoor, titulado “Gastronomic
Inventions and the Aesthetics of Regional Food: The Naturalization of Taste”
(2012), he discutido el proceso histórico y socio-cultural por el que el gusto
yucateco se percibe como natural de los pobladores de la región y como una
inclinación por ciertos sabores, aromas, colores y texturas en la comida, son
producto de la historia idiosincrásica de la península y del estado de Yucatán.
Las especias y los ingredientes favorecidos por los yucatecos no son exclusivos
de la región: el comino, la canela, la pimienta de Castilla, la pimienta de
Tabasco, los chiles (xkat ik, max, habanero), el orégano, las hojas de laurel,
el epazote, el azafrán, la cebolla roja, los ajos, el limón, la naranja agria,
y muchos más, se encuentran en los mercados de distintas partes de Europa, del
continente americano, y de Asia. Lo que los hace yucatecos es la configuración
particular que ha quedado establecida a lo largo de la historia en su uso
culinario. Un yucateco o yucateca puede aceptar variaciones en las recetas
siempre y cuando se mantengan dentro de un código local de lo aceptable. Por
ejemplo, el guiso “Lomitos de Valladolid” consiste en su versión básica de
carne de lomo de cerdo troceada muy pequeña, con tomate, sal y chile rojo seco
y ahumado. Alguna familia le agrega un toque de orégano, otros le agregan chile
habanero al hervir la salsa, otros le agregan un toque de ajo. Pero en todos
estos casos son sabores aceptables e ingredientes que localmente se consideran
parte del gusto local. Sin embargo, si alguien, al preparar la salsa le agrega
chile guajillo, ancho, o chipotle, le cambia el sabor al platillo y, si bien el
consumidor o consumidora yucateca puede encontrar el platillo de su agrado,
deja de reconocerlo como “lomitos de Valladolid”. En otro ejemplo, recientemente,
influenciados por las demandas turísticas, un restaurante ubicado en el primer
cuadro de la ciudad de Mérida, ha comenzado a asimilar los papaduzles yucatecos a las
enchiladas y ha agregado crema de leche a una salsa que nunca antes la había
requerido. Una vez más, turistas que esperan una comida mexicana rica en crema
y queso la encontrarán de su agrado, pero la gastronomía yucateca consiste en
platillos que, con excepción del queso relleno, se cocinan sin leche, ni
cremas, ni quesos. La gastronomía yucateca privilegia el uso de las carnes de
cerdo, pavo, pollo, y pescados y mariscos; usa cítricos, especialmente la
naranja agria y el limón (o fuera de estación de cítricos, el vinagre blanco)
para marinar las carnes y para preparar salsas; no usa chiles en la confección
de las comidas más que para dar sabor y no picor, y coloca los chiles en la
mesa para que cada comensal lo use como prefiera; y no usa cremas ni quesos en
sus salsas ni como aderezo (su creciente uso es reciente y resultado de las
demandas de turistas e inmigrantes). Los y las yucatecas consideran estas
prácticas una expresión del gusto regional. La mayoría de la población del
estado considera este gusto una inclinación casi natural. En consecuencia, poco
se preguntan acerca de las razones por las que usamos esos ingredientes y no
otros, y por qué de esas maneras.
El
gusto es, para concluir, producto de relaciones sociales, económicas, políticas
que se han gestado a lo largo dela historia. Sin embargo, la mayoría de las
poblaciones no pone atención en las razones por las que comemos lo que comemos
y por las que algo nos gusta y nos parece natural. La antropología, con ayuda
de la historia, puede ser muy útil para examinar qué procesos históricos,
sociales, económicos, políticos se encuentran detrás de lo que llamamos cocina
yucateca, cocina maya, cocina mexicana, Alta Cocina y Nueva Cocina. Aunque lo
parezcan, no existe ‘naturalmente’ ninguna cocina étnica, local, regional, ni
nacional. La antropología de la cocina y de la comida es un campo de estudios
que posee las herramientas conceptuales, teóricas y metodológicas para explicar
cómo surgen estas cocinas, cómo se crean, y cómo se establecen como
‘tradiciones’ duraderas; o en contraste, como se transforman estos gustos que
antes parecían fijos e inmutables.
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