martes, 25 de marzo de 2014

El placer de comer: los Foodies en la sociedad contemporánea



Almuerzo en España, Agosto 2013

Como señalaba en la entrada anterior, el gusto es en apariencia una experiencia subjetiva, pero desde la antropología necesita ser entendido como producto de las relaciones sociales, económicas, políticas, y como marcada por valores sociales, políticos, morales y religiosos, entre otros. No hay un gusto natural por nada, pero es natural que sintamos el sabor de las cosas. ¿Por qué unos prefieren comer queso y otros no? Entre quienes lo comen, ¿por qué unos prefieren que esté totalmente pasteurizado y que todo ser vivo haya sido eliminado en él, y otros prefieren quesos artesanales que contienen bacterias y hongos? Unos han crecido comiendo quesos procesados, y han aprendido que es mejor cuando se hace de manera industrial e higiénica (esterilizando el producto), para los segundos, el queso es un producto orgánico vivo, y distintas bacterias y hongos les confieren distintos colores, aromas, texturas y sabores. Nuestros órganos del gusto han recibido una educación, a veces implícita, a veces explícita, acerca de lo que es placentero o no. Es decir, el gusto de cualquier grupo tiene una historia y es parte de un conjunto de prácticas y valores culturales que han quedado inscritas en el cuerpo humano.

Tomemos el ejemplo de los chiles. En México, en India, en Tailandia, y en muchas otras regiones, los chiles forman parte de la dieta cotidiana. Las cocineras y cocineros preparan los platillos con los chiles adecuados para alcanzar el aroma, el sabor y la intensidad del picor del platillo. En Yucatán, en contraste, pocos platillos se cocinan con chiles picantes. Esto no quiere decir que a muchos yucatecos les disguste lo picante. Pero, entre las reglas sociales y culturales de la región, muchos consideran apropiado y educado que los chiles se sirvan en la mesa y que cada comensal le agregue a su comida tanto como le plazca. Luego, en otras sociedades los individuos no consumen chiles picantes, y en otras los han comenzado a consumir recientemente. En las prácticas culturales de los yucatecos, y hasta donde se, de los mexicanos, ni hombres ni mujeres se enfrascan en competencias para establecer quién come más picante ni más chiles. Sin embargo, quienes seguimos canales sobre comida y cocina en la televisión hemos visto programas en los que el reto es comer la comida más picante. En un episodio, el conductor del programa estaba en un restaurante enfrentándose a unas croquetas que contenían en el molido grandes cantidades de chile habanero que luego venían servidas con salsa de todavía mucho más chile habanero. Estos retos machistas son ajenos a las prácticas en sociedades donde el chile forma parte de la dieta corriente. Por ello, los miembros de un grupo de televisión extranjera que visitaban Yucatán decidieron remandar la producción de su programa sobre la comida yucateca. Según me informaron, les interesaba conocer la cultura del chile. Al pedirme que les organizase en un pueblo un combate entre campesinos para ver quién comía más picante, les dejé saber que ese tipo de combates eran ajenos a las prácticas locales. Aproveché para explicarles algunas costumbres más acerca de la cocina y dieta yucateca, y del papel del picante en ella, y decidieron que sería mejor informarse un poco más antes de venir a filmar.


Sardinas asadas en la calle, Porto, 2013

En 2003, la filósofa Lisa Heldke publicó su libro Exotic Appetites: Rumminations of a Food Adventurer. El libro toca distintos temas, pero el que me interesa resaltar aquí es la relación entre lo que ella llama Food Adventurers, o “exploradores culinarios” y la búsqueda de lo exótico. Con la modernidad, la migración, el turismo de masas y luego de nicho, es cada vez más posible que los individuos, en tanto que consumidores, tengamos la posibilidad de probar la comida que otros grupos, con otros gustos culturales, producen para su propio consumo y para quienes se aventuran en las profundidades del paisaje culinario. Hay quienes seleccionan su lugar de viaje basándose en la búsqueda de comidas exóticas, extrañas, delicadas, sofisticadas, experimentales; y hay quienes sin necesidad de salir de su ciudad tienen la posibilidad de probar al Otro (es decir, la comida del otro, lo exótico). Esta búsqueda de lo exótico va frecuentemente (no siempre) aparejada con la búsqueda de lo auténtico. Pero lo exótico puede verse de muchas maneras: Por ejemplo, para algunos la comida del sur de Asia puede ser muy extraña y aprovechando que ahora en Mérida comienzan a abrirse restaurantes de comida de la India, y tailandeses, pueden decidir adentrarse en la experiencia de los sabores, aromas, colores, texturas de una cocina distinta de la yucateca. Después de resistir por algunos años la experiencia del sushi (ya que la idea del pescado crudo les repugnaba), muchos yucatecos urbanos consumen ahora versiones masificadas de dicho platillo: pueden hasta comprarlo en supermercados de la ciudad, ya preparado para llevárselo a casa. Otra experiencia de lo exótico es la búsqueda de alimentos que dentro del grupo se consideran repelentes: por ejemplo, los yucatecos no consumen insectos; así que con la apertura de un mercado de productos oaxaqueños, cada vez más individuos se animan a probar chapulines. Muestra en parte su apertura a otros sabores, y su ‘valor’ para meter en la boca un elemento hasta entonces ajeno a su comprensión de lo comestible. Luego, en grandes ciudades, el acceso a ingredientes exóticos que el consumidor encontraría culturalmente repelentes, permite demostrar las agallas que uno tiene al comprar y consumir huevos de pato almacenados por largos períodos en cenizas. Aún recuerdo cuando siendo estudiante en Montreal acudía al mercado chino a comprar ingredientes diversos, que tenían recipientes de barro con “huevos de cien años”. Su olor a azufre era sumamente potente. Otro ingrediente difícil de conseguir en la región yucateca es la asafétida, semilla también de fuerte olor a azufre. Tan fuerte que en una ocasión lo compre en un mercado en Irvine, California; lo dejé por un tiempo almacenado, pero su olor traspasaba bolsas de plástico y otros recipientes con los que trataba de controlar la difusión de su aroma. 

Es en el contexto de esta búsqueda de lo exótico que algunos individuos (en números cada vez mayores) se enfrascan en competencias para ver quién come más chiles, o quién come alacranes o tarántulas, y luego comparan listas de platillos “extraños” que han consumido. En Facebook, por ejemplo, de vez en cuando aparecen nuevas listas de platillos e ingredientes extraños. Un desarrollo interesante es que algunas de ellas sirven para definir que tan foodie uno es. Lo curioso es que estas listas contienen platillos o ingredientes ajenos a la cultura de quien publica la lista, pero totalmente cotidianos en otras sociedades: pulpo, carne de serpiente, poutin quebequense (papas fritas en salsa de carne con crema de leche y queso fundido en su versión básica), testículos de toro, etc.

Pulpo asado en Lisboa, Septiembre 2013

¿Por qué encuentro esto “interesante”? Porque existe otra relación con el placer de la comida. En una fiesta este año, en los EEUU, un comensal me decía que él se considera foodie porque está abierto a comer lo que sea. No tiene miedo de comer nada. En efecto, en su libro Foodies: Democracy and Distinction in the Gourmet Foodscape, Josée Johnson y Shyon Baumann (2010) distinguen dos tipos extremos de la definición de foodie: unos buscan sus comidas en pequeños restaurantes y comederos étnicos en donde presumen encontrar versiones “auténticas” de la comida. Para ellos, un indicador de su autenticidad es que al mirar al interior del restaurante lo encuentran lleno de integrantes del grupo étnico o nacional en que se especializa el local: si un restaurante chino está lleno de chinos debe por necesidad ser muy bueno. Estos foodies rechazan la comida de los restaurantes caros por ser elitista. Su visión y disposición, como dice el título del libro, es “democrática”.  En contraste, otro grupo que se reconoce como foodie busca alimentos delicados y selectos, independientemente de su precio. Esto delata, en los ojos de sus semejantes y sus críticos, un elemento de distinción que lo separa y distancia de los demás. Estos foodies buscan y se deleitan con un buen foie gras, pueden distinguir el sabor de trufas negras y blancas, estivas o invernales, buscan vinos de cosechas especiales y los consumen en la copa exacta y a la temperatura ideal para el tipo de uva, buscan el maridaje perfecto entre lo que comen (quesos, fruta, carne, verduras, o lo que sea) con lo que beben (vino, cerveza, bebidas espirituosas), comen sus alimentos en el orden preferible, etc. Por supuesto, este tipo de consumo requiere de un alto nivel de ingreso, de la acumulación de lo que Pierre Bourdieu llama “capital cultural”, y del acceso a restaurantes o ingredientes altamente especializados. 

Es importante reconocer la co-existencia de estos dos sentidos en la palabra foodie, ya que existen hoy día artículos en periódicos y hasta libros que condenan la existencia del foodie como esencialmente anti-democrática. Esto es equivocado conceptualmente ya que como apenas indicado, hay un foodie que se ve democrático. Pero tampoco parece antropológicamente correcto condenar el otro tipo de foodie. Me parece que en esta condena subyace un marco moralista que condena el placer en la comida. El movimiento orgánico, el de slow food, y otros movimientos alternativos relacionados con la comida comparten valores con los dos tipos de foodie. De hecho, frecuentemente son criticados por elitistas. Quizás lo que es importante es cuestionar las estructuras sociales que surgen de, y sustentan la economía capitalista. Lo que sería importante no es que nadie coma platillos o ingredientes ‘elitistas’ sino re-significarlos y hacerlos de acceso general. Como cualquier platillo o ingrediente, algunas y algunos los encontrarán placenteros y buscarán consumirlos, o los encontrarán repelentes o simplemente irrelevantes y no los consumirán nunca más. Hace unas décadas una persona me confesó que sabía poco de vinos y me pidió que lo acompañase a comprarlos. Le recomendé varios entre los que entonces se encontraban disponibles en el mercado regional. Más adelante me encontré de nuevo con esta persona y me dijo que había tomado con su pareja la botella de champagne (un Viuda de Clicquot) y que no le parecía, en cuanto sabor, mejor que un espumoso mexicano dulce y común en aquella época y, peor, el champagne costaba seis o siete veces más que el espumoso local.

Vitrina con pescados, Córdoba, España, septiembre 2013

Como sucede con muchos otros conceptos, los antropólogos y antropólogas no nos preocupamos por certificar si alguien es o no un foodie. Lo importante es reconocer las estructuras sociales y las prácticas culturales, en un contexto económico y político concreto, en una sociedad con una multiplicidad de valores religiosos, éticos, morales, que contribuyen a dar una gran diversidad de significados a la comida. Es ese mismo contexto y sus transformaciones a lo largo de la historia que nos permiten entender las razones por el gusto y el disgusto por ingredientes, platillos, cocinas enteras, y en ocasiones las consecuencias inclusionarias y exclusionarias que estos gustos, sólo aparentemente “naturales”, tienen.


1 comentario:

  1. Es muy interesante para mi el cuestionarme sobre los cambios en los gustos ... creo que las creencias sobre una alimentación "saludable" también están influyendo actualmente en el cambio de gustos en algunas personas que re significan el valor de los alimentos en cuanto a su valor nutritivo; sobre todo si como menciona son alimentos exóticos o nuevos para su cultura (el caso de la soya, quinoa, algas, etc) aunque sean alimentos o preparaciones con menos aderezos, grasas, azúcares y sabores distintos, las personas llegan a crear gustos relacionados a sensaciones de bienestar y satisfacción que creen que les brindan dichos alimentos o platillos. Es un tipo de foodies en busca de lo orgánico, lo"natural" ... en fin... solo algunas reflexiones. Gracias por compartir esta información, da a muchas cosas más que pensar. Saludos!

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