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jueves, 13 de julio de 2017

Reflexión post-prandial (en tono cuasi-polémico): contribuciones de los “post-“ al estudio de la cocina y la gastronomía


Tomado de Real Food Outlaws

En meses recientes, este 2017, especialmente gracias a la propagación del régimen de post-verdad y “hechos alternativos” promovido por el actual presidente de los EEUU, se ha reavivado otra corriente fundamentalista de larga duración: la de los cientificistas. Ante la desestabilización y cuestionamiento continuo de las aportaciones de los y las científicas por parte de la extrema derecha, miembros de este grupo han vuelto a apuntar el dedo acusando a los “postmodernistas” de haber causado este desorden moral y epistemológico. En múltiples plataformas electrónicas colegas de distintas disciplinas reproducen y difunden artículos de revistas electrónicas donde acusan a las y los pensadores que odian y descalifican con el apelativo de “posmodernos” de haber creado el mundo de verdades alternativas. Me parece que muchas de estas acusaciones son de mala fe, malintencionadas y mal informadas (posiblemente muchos no han siquiera leído a quienes acusan, o realizaron una lectura simplista y reduccionista). Lo que en efecto hacen es dispararle al mensajero.


Tomado de Marxist Internet Archive

Desde el inicio de la segunda mitad del siglo veinte, e inspirados en la crítica filosófica de su tiempo, distintos filósofos, teóricos críticos, y miembros de las humanidades, comenzaron a analizar las tendencias que se desarrollaban conforme la sociedad industrial era desplazada (no reemplazada) por la sociedad de servicios (por tanto, post-industrial, como le llamó Daniel Bell). Según Ronald Inglehart, los valores materiales (aquellos de cuya satisfacción depende la supervivencia física) eran desplazados por los post-materiales (la democracia, la libertad de expresión, el medio ambiente, la igualdad) en esta sociedad postindustrial. En ese momento, como el geógrafo social David Harvey señaló, se generó un contexto o condición cultural que llamó “postmoderna”, para señalar que las transformaciones de la modernidad se acentuaban o radicalizaban en la sociedad post-industrial (económicamente se pasaba del fordismo al post-fordismo, y culturalmente a la posmodernidad). Jean Baudrillard examinaba la sociedad de consumo y medios de comunicación e identificaba el régimen de simulacros (que tomaba mucho cuidado de distinguir de simulaciones) (véase también el trabajo de Guy Lebord sobre la sociedad del espectáculo). Por su parte, Jean-François Lyotard, al examinar la que se comenzaba a llamar “sociedad de información”, diagnosticó (no propuso ni creó) el desplazamiento de los grandes relatos (como la modernidad, el progreso, la civilización, la Ciencia) por los pequeños relatos, o las verdades locales en las que los grupos encuentran el sentido de sí mismos (El Goliat de la Historia universal confrontada por el David de la historia del colonialismo, por ejemplo en el Caribe). Mientras la Ciencia promovía la idea de una sola verdad absoluta y un progreso lineal, Gilles Deleuze y Félix Guattari mostraban que las transformaciones sociales y culturales son no-lineales, y que el conocimiento y el ser son fluidos, y se encuentran en continuo cambio. Inspirada en Lacan, Julia Kristeva, cuestionó la inevitabilidad de las estructuras desiguales de género. A ella se sumaron, con influencias deleuzianas y fucouldianas, Rossi Braidotti, Judith Butler, Donna Haraway, Gayatri Chakraborty Spivak, y muchas otras pensadoras y críticas sociales que cuestionaban la naturalidad del orden social homogenizante y hegemónico derivado de distintas formas de colonialismo y falogocentrismo. En sus obras todas y todos estos pensadores actuaron diagnosticando y pronosticando las posibles direcciones de la sociedad contemporánea. Fueron heraldos, no creadores del nuevo orden social. Muy bien, ¿Y qué tiene esto que ver con los estudios sobre la cocina, la comida y la gastronomía?


Fondas en Sevilla, 2017, Fotografía S. I. Ayora Diaz

Comencemos con las formas en las que reconocemos e identificamos las distintas comidas. A algunas les atribuimos un origen étnico, a otras uno regional, luego a otras uno nacional, y por si fuese poco, a otras las catalogamos como “internacionales”. Si lo pensamos en los términos previos a los “post” primeramente atribuiríamos una práctica culinaria a un grupo que ha sido capaz de tomar de su ambiente los ingredientes para elaborar una cocina étnica, es decir, de su pueblo (etnós quiere decir eso, pueblo). Esta cocina es distinta de la de otro pueblo. En consecuencia, cada cocina sería producida por un grupo de gente que se encuentra separado de los demás, con fronteras geográficas y culturales claras que permitiría (1) distinguir a quienes pertenecen a un grupo de quienes pertenecen a otros grupos, y (2) identificar prácticas culinarias y platillos que son exclusivos a de cada uno ellos. Así, la cocina maya sería ontológicamente distinta de la nahua, y ésta a su vez de la raramuri. A cada etnia su cocina. En conexión con esta premisa, tendríamos que la comida debería ser siempre reconocible. Es decir, la comida maya de hoy sería como la comida maya de hace 2000 años: habría una continuidad cultural que fija y hace estáticas las cocinas. Desde este punto de vista, la modernización pervierte a estas cocinas "tradicionales". Hay quienes quieren imaginar una cocina maya con transformaciones mínimas y una sólida continuidad a través del tiempo (ver, por ejemplo, los recetarios de cocina “maya” publicados por Culturas Populares y CONACULTA, o el libro de Amber O’Connor y Eugene Anderson (2016) K’oben: 3000 Years of the Maya Hearth). 


Portada tomada de amazon.com

Podemos entonces pensar en las cocinas nacionales y tomar a la cocina “mexicana” como ejemplo. En la imaginación de esta cocina se oscurecen distintos aspectos que es necesario revelar. Pero, para comenzar, la cocina mexicana se piensa con raíces indígenas con una gran profundidad temporal. La tríada prehispánica de ingredientes (maíz, chile y calabaza) se toma como ontológicamente ligada al sabor mexicano. La incorporación de ingredientes importados de Europa, Asia y África parece ser incidental. En este sentido, existen múltiples entradas en los medios sociales en las que se afirma que por ser elaborados con tortilla de trigo y no de maíz, los burritos neoleoneses no son mexicanos sino Tex-Mex (convenientemente olvidando que históricamente Texas era parte del estado-nación mexicano); los tacos de tortilla de maíz son los “verdaderamente” mexicanos. Más aún, esta caracterización fundada en la tríada de ingredientes prehispánicos deja de lado que estos son parte de la alimentación cotidiana en América Central – o en ejercicios de gimnástica escolástica se argumenta que, aunque es cierto que se comen en otros sitios, en México comemos más picante (¿Léase “somos más machos”?) o más chiles que en otras partes. Dentro de esta lógica, cualquier platillo regional se convierte en prehispánico: ‘Es cierto, el cerdo lo trajeron los españoles, pero sólo sustituye otra carne. La idea de la cochinita pibil ya existía desde antes del cerdo’. O cómo me dijo un arqueólogo del altiplano central: ‘el cerdo se hizo popular porque sabe a carne humana y los mayas comían a personas … así que era una adaptación lógica’.


El cerdo humanizado (tomado de Bodybuilding.com_forums)

¿Qué nos ofrecen los “post”? Múltiples cosas. Por mencionar unas cuantas: (1) buscan trascender oposiciones binarias (comunidad-sociedad, naturaleza-cultura, hombre-mujer, etc.); (2) son post-fundacionales; es decir, no parten de que existe una sola y única razón para algo: nada opera sólo, ni el género, ni la clase social, ni la “raza”, ni ninguna otra explicación. Operan de manera conjunta e isomórfica (es decir, sin ser iguales se complementan y tienen efectos similares); (3) suplementando este último punto, no existe una explicación ontológica que a partir de una esencia de cuenta de los hechos; (4) en vez de estabilidad, presume la meta-estabilidad; es decir, que hay periodos en los que prácticas, valores y discursos cambian tan lentamente que parecen no cambiar, pero SI cambian; (5) toman la “identidad” como una construcción ontológico-metafísica, mientras que la subjetividad, lejos de ser individual, es colectiva e interpersonal; (6) consideran que los grupos, las prácticas, los valores, las formas de subjetividad son fluidas, cambiantes. Se encuentran en constante devenir; (7) nos muestran que las relaciones entre personas y grupos de distintas escalas están cargadas de relaciones de poder. Existen procesos de homogenización y diferenciación simultáneos. En este sentido, la condición post-colonial no describe el fin del colonialismo, sino la emergencia de nuevas formas de dominación y colonialismo cultural.


Relleno blanco reinterpretado. Restaurante Las Yuyas. Mérida, 2017


Una antropología de la comida que toma en serio los “post” no es una “antropología del panucho”, como se ha dicho de manera mal intencionada, o con total ignorancia de lo que se trata este campo de la disciplina. La cocina yucateca se entiende en sus contrastes y antagonismos con la cocina mexicana. Esto se debe a una larga historia de desigualdades económicas, políticas, culturales y militares, así como a procesos paralelos de institución de la historia nacional, tanto en Yucatán como en la Nueva España. Existen híbridos culinarios que expresan esas desigualdades al ocultar (como una salsa) la subordinación de ciertas apetencias culinarias. Esto sucede cuando al hablar de cocina “mexicana” no se reconoce la diversidad regional, y que esa diversidad depende de una historia de combinaciones culturales derivadas de la existencia de capataces, campesinos, esclavos, indígenas y dominadores de origen europeo. O cuando se habla de cocina yucateca sin reconocer las aportaciones de otros pueblos a la paleta de gustos regionales (mayas, libaneses, coreanos, chinos, alemanes, franceses, yaquis y otros más). Entonces, la cocina yucateca es un producto, una construcción sustentada en la convergencia de gustos y prácticas culinarias diversas que se ha convertido en regionalmente hegemónica y homogenizante (aunque en realidad coexiste con otras preferencias culinarias, que son silenciadas). La antropología de la cocina no es un estudio de lo banal, sino la revelación de que lo que sido descalificado como tal, es el trabajo de mujeres, cocineras, y otros sujetos ocultos en los rincones húmedos, calientes y oscuros de la casa. El estudio de las prácticas culinarias o su sublimación gastronómica de manera crítica, inspirada en los “post”, nos permite examinar la convergencia de procesos económicos, políticos, culturales, sociales, que son desiguales, global-locales y translocales, con las que los grupos de individuos buscan marcar relaciones de pertenencia y de diferencia. Pobre es el pensamiento de quien descalifica los “post” sin conocerlos o a partir de la lectura de autores que no han leído tampoco a este grupo de pensadores, o peor aún, los han leído de manera mal intencionada.

lunes, 11 de enero de 2016

En gustos y comida, todo es relativo

Una de las contribuciones de la antropología al pensamiento crítico social del siglo veinte fue el del relativismo cultural. En pocas palabras, este término hace referencia a la necesidad de comprender las prácticas y modos de entender el mundo en el contexto cultural del grupo que las genera y hace uso de ellas. Ésta es una forma saludable (social, política y culturalmente) de relacionarse con grupos de personas que viven en el mundo de acuerdo con reglas distintas a las de la sociedad del antropólogo o antropóloga. Por ejemplo, si en su sociedad el antropólogo no consume maíz por considerarlo alimento para animales, o prefiere frijoles bayos en vez de negros, en vez de burlarse o condenar la dieta de la gente que observa y con quienes comparte la experiencia de la investigación de campo, busca adentrarse en las razones históricas, en los significados culturales, y en el sentido social de las prácticas desplegadas en la producción, circulación y consumo de este tipo de grano. El relativismo, en su origen, se oponía al universalismo; es decir la presunción de que existe una forma superior de ser y hacer, o de entender el mundo y que por tanto todos deberían adoptarla. Jeffrey Pilcher, en su libro ¡Que vivan los tamales! (1998) analiza los discursos ideológicos eurocéntricos adoptados por las elites mexicanas del porfiriato que condenaron el consumo del maíz entendiéndolo como un obstáculo para la civilización, ya que las más altas civilizaciones (europeas y norteamericana) consumían trigo. Por otra parte, los ideólogos de la revolución mexicana, en su nacionalismo parroquial, reivindicaron el valor del maíz para la cultura mexicana. Estos valores subiste en la propuesta de una cocina nacional patrimonio de la humanidad basada en la imaginación de la comida precolombina.

El relativismo cultural es para los antropólogos y antropólogas una herramienta conceptual que nos obliga a tomar en cuenta la historia y las relaciones sociales, así como la multitud de sentidos culturales para acercarnos al significado que prácticas, discursos, ideas, formas de ver y entender el mundo, tienen para distintos grupos sociales. Cada grupo entiende su dieta a partir de su historia y sus relaciones sociales al interno del grupo y con grupos ajenos. Por ejemplo, a mexicanos de distintas regiones les parece ‘natural’ que ciertos insectos (no todos) sean parte de la dieta cotidiana, mientras que para mexicanos de otras regiones la mera idea de consumir insectos produce repugnancia. Todos los grupos humanos pasamos por procesos de lo que he llamado “naturalización del gusto” (“The Naturalization of Yucatecan Taste”, Etnofoor, 2012). Esto es, históricamente, y mediante la repetición de ciertas prácticas, de combinaciones de sabores y aromas, y el desarrollo culturalmente específico de una estética culinaria, convertimos nuestras preferencias y apetencias por la comida en una disposición que percibimos y definimos como “natural”, a pesar de su carácter social e histórico. Como se desprende de la lectura del libro La Distinción (Bourdieu 1974), no hay un gusto más sofisticado en sí, sino un gusto que ha sido cultivado por las elites y que se despliega, se exhibe para marcar diferencias sociales y económicas.

Un ejemplo claro del universalismo culinario es el de la cocina francesa. Distintas autoras han analizado su surgimiento e institución como paradigma de la Alta Cocina (por ejemplo, P. Parkhurst Ferguson 2004, Accounting for Taste; R. Spang 2001, The Invention of the Restaurant; A. Trubek 2000, Haute Cuisine: How the French Invented the Culinary Profession). La revolución francesa privó de trabajo a los cocineros de la monarquía y aristocracia quienes se vieron obligados a migrar a distintas partes del mundo promoviendo los valores de la Alta Cocina francesa. Hoy las escuelas de cocina en el mundo se valoran según su aceptación de las prácticas y técnicas culinarias de la gastronomía francesa (ver el pedigrí de las escuelas de gastronomía en México). Para ser valoradas, las cocinas nacionales deben de resaltar sus parecidos a los valores de la cocina francesa, de otra manera se convierten en cocinas “étnicas”.

El relativismo, por otra parte, permite revalorar cocinas regionales, étnicas y nacionales no por plegarse al paradigma de la Alta Cocina francesa, sino por la promoción de valores, prácticas y la generación de un gusto estético-culinario radicado en la cultura que las produce. La antropología, entonces, contribuye a revalorar la cocina y la comida de los distintos grupos que la producen y consumen.

Desafortunadamente, desde una posición cientificista y universalista, en la que se buscan respuestas absolutas, se ha generado una crítica feroz al relativismo cultural colapsándolo con el relativismo moral. Este último permite afirmar que si algo tiene sentido para un grupo, no puede ser juzgado éticamente. Sin embargo, el relativismo cultural nos conduce a comprender cuál es el significado o conjunto de significados que una práctica tiene para los miembros de un grupo sin dejar de lado sus razones históricas y sociales. Esto es, no podemos olvidar que ese sentido puede sustentarse en relaciones desiguales de género, de clase social, de grupo étnico, o estar inscrita en relaciones desiguales de poder entre culturas colonizadoras y colonizadas. Consecuentemente, el relativismo debe conducir a una postura crítica que rechazaría el relativismo moral. Los cientificistas han pintado un monstruo y ahora se asustan de su caricatura. Es importante reconocer el valor que el relativismo cultural tiene en la disciplina y no descartarlo como moda posmoderna – ya existía cerca de ochenta años antes del surgimiento del posmodernismo – ni como forma epistemológica infantil. De otra manera corremos el riesgo de retornar a los valores absolutos en los que se han basado el colonialismo, el imperialismo, el racismo y otras formas de pensamiento totalitario.


Hoy necesitamos examinar las formas interculturales, las hibridaciones socio-culturales, las formas emergentes de vida, formas nuevas de biopoder y biosocialidad. Muchas de éstas encuentran reflejo en las prácticas culinarias y en la institución de gastronomías. El relativismo cultural seguirá siendo una herramienta útil para el análisis crítico de la vida cotidiana en la sociedad contemporánea y nos puede servir para realizar críticas informadas acerca de las condiciones históricas y las estructuras desiguales de poder que permiten, fomentan y favorecen la emergencia de cocinas nacionales y patrimoniales que se sostienen en los valores e ideología de las clases dominantes.