Una de
las contribuciones de la antropología al pensamiento crítico social del siglo
veinte fue el del relativismo cultural.
En pocas palabras, este término hace referencia a la necesidad de comprender
las prácticas y modos de entender el mundo en el contexto cultural del grupo
que las genera y hace uso de ellas. Ésta es una forma saludable (social,
política y culturalmente) de relacionarse con grupos de personas que viven en
el mundo de acuerdo con reglas distintas a las de la sociedad del antropólogo o
antropóloga. Por ejemplo, si en su sociedad el antropólogo no consume maíz por
considerarlo alimento para animales, o prefiere frijoles bayos en vez de negros, en vez de burlarse o condenar la dieta de
la gente que observa y con quienes comparte la experiencia de la investigación
de campo, busca adentrarse en las razones históricas, en los significados
culturales, y en el sentido social de las prácticas desplegadas en la
producción, circulación y consumo de este tipo de grano. El relativismo, en su
origen, se oponía al universalismo;
es decir la presunción de que existe una forma superior de ser y hacer, o de
entender el mundo y que por tanto todos deberían adoptarla. Jeffrey Pilcher, en
su libro ¡Que vivan los tamales!
(1998) analiza los discursos ideológicos eurocéntricos adoptados por las elites
mexicanas del porfiriato que condenaron el consumo del maíz entendiéndolo como
un obstáculo para la civilización, ya que las más altas civilizaciones
(europeas y norteamericana) consumían trigo. Por otra parte, los ideólogos de
la revolución mexicana, en su nacionalismo parroquial, reivindicaron el valor
del maíz para la cultura mexicana. Estos valores subiste en la propuesta de una cocina nacional patrimonio de la humanidad basada en la imaginación de la comida precolombina.
El
relativismo cultural es para los antropólogos y antropólogas una herramienta
conceptual que nos obliga a tomar en cuenta la historia y las relaciones
sociales, así como la multitud de sentidos culturales para acercarnos al
significado que prácticas, discursos, ideas, formas de ver y entender el mundo,
tienen para distintos grupos sociales. Cada grupo entiende su dieta a partir de
su historia y sus relaciones sociales al interno del grupo y con grupos ajenos.
Por ejemplo, a mexicanos de distintas regiones les parece ‘natural’ que ciertos
insectos (no todos) sean parte de la dieta cotidiana, mientras que para mexicanos de
otras regiones la mera idea de consumir insectos produce repugnancia. Todos los
grupos humanos pasamos por procesos de lo que he llamado “naturalización del
gusto” (“The Naturalization of Yucatecan Taste”, Etnofoor, 2012). Esto es, históricamente, y mediante la repetición
de ciertas prácticas, de combinaciones de sabores y aromas, y el desarrollo
culturalmente específico de una estética culinaria, convertimos nuestras
preferencias y apetencias por la comida en una disposición que percibimos y
definimos como “natural”, a pesar de su carácter social e histórico. Como se
desprende de la lectura del libro La Distinción
(Bourdieu 1974), no hay un gusto más sofisticado en sí, sino
un gusto que ha sido cultivado por las elites y que se despliega, se exhibe
para marcar diferencias sociales y económicas.
Un
ejemplo claro del universalismo culinario es el de la cocina francesa.
Distintas autoras han analizado su surgimiento e institución como paradigma de
la Alta Cocina (por ejemplo, P. Parkhurst Ferguson 2004, Accounting for Taste; R. Spang 2001, The Invention of the Restaurant; A. Trubek 2000, Haute Cuisine: How the French Invented the
Culinary Profession). La revolución francesa privó de trabajo a los
cocineros de la monarquía y aristocracia quienes se vieron obligados a migrar a
distintas partes del mundo promoviendo los valores de la Alta Cocina francesa.
Hoy las escuelas de cocina en el mundo se valoran según su aceptación de las prácticas y
técnicas culinarias de la gastronomía francesa (ver el pedigrí de las escuelas
de gastronomía en México). Para ser valoradas, las cocinas nacionales deben de
resaltar sus parecidos a los valores de la cocina francesa, de otra manera se
convierten en cocinas “étnicas”.
El
relativismo, por otra parte, permite revalorar cocinas regionales, étnicas y
nacionales no por plegarse al paradigma de la Alta Cocina francesa, sino por la
promoción de valores, prácticas y la generación de un gusto estético-culinario
radicado en la cultura que las produce. La antropología, entonces, contribuye a
revalorar la cocina y la comida de los distintos grupos que la producen y
consumen.
Desafortunadamente,
desde una posición cientificista y universalista, en la que se buscan
respuestas absolutas, se ha generado una crítica feroz al relativismo cultural
colapsándolo con el relativismo moral. Este último permite afirmar que si algo
tiene sentido para un grupo, no puede ser juzgado éticamente. Sin embargo, el
relativismo cultural nos conduce a comprender cuál es el significado o conjunto
de significados que una práctica tiene para los miembros de un grupo sin dejar
de lado sus razones históricas y sociales. Esto es, no podemos olvidar que ese
sentido puede sustentarse en relaciones desiguales de género, de clase social,
de grupo étnico, o estar inscrita en relaciones desiguales de poder entre
culturas colonizadoras y colonizadas. Consecuentemente, el relativismo debe
conducir a una postura crítica que rechazaría el relativismo moral. Los
cientificistas han pintado un monstruo y ahora se asustan de su caricatura. Es
importante reconocer el valor que el relativismo cultural tiene en la
disciplina y no descartarlo como moda posmoderna – ya existía cerca de ochenta
años antes del surgimiento del posmodernismo – ni como forma epistemológica
infantil. De otra manera corremos el riesgo de retornar a los valores absolutos
en los que se han basado el colonialismo, el imperialismo, el racismo y otras formas de
pensamiento totalitario.
Hoy
necesitamos examinar las formas interculturales, las hibridaciones
socio-culturales, las formas emergentes de vida, formas nuevas de biopoder y
biosocialidad. Muchas de éstas encuentran reflejo en las prácticas culinarias y
en la institución de gastronomías. El relativismo cultural seguirá siendo una
herramienta útil para el análisis crítico de la vida cotidiana en la sociedad contemporánea y nos puede servir para realizar críticas informadas acerca de las condiciones históricas y las estructuras desiguales de poder que permiten, fomentan y favorecen la emergencia de cocinas nacionales y patrimoniales que se sostienen en los valores e ideología de las clases dominantes.