Hace
algunos años, después de escuchar el relato de un amigo en Chiapas, comencé a
pedir en los restaurantes – en la Ciudad de México, DF, en Guadalajara,
Morelos, Oaxaca, y Quintana Roo, a donde viajé en aquél tiempo con cierta
regularidad – cuando aparecía en el menú, el platillo yucateco conocido como huevos motuleños. Algunos atribuyen la
invención de los huevos motuleños a la imaginación culinaria de la familia
Siqueff (de origen sirio-libanés) entonces radicada en la pequeña ciudad del
Motul, al noreste de Mérida, en respuesta a la apetencia culinaria del
gobernador del estado Felipe Carrillo Puerto (1920’s). Este platillo consiste
en huevos fritos que se sirven sobre tortillas de harina de maíz tostadas, a
las que se les ha untado frijol refrito negro. Los huevos son cubiertos
entonces con una salsa de tomate que, de acuerdo con una familia restauradora
de Motul, debería ser cocinada con cebolla, zanahoria picada muy fina y jamón
ahumado. En ocasiones, a la salsa se le agrega queso fresco y/o chícharos
verdes. Cuando los Siqueff se desplazaron a Mérida le agregaron, en su
restaurante, rebanadas de plátano frito. La variedad de interpretaciones de
este platillo que encontré durante mis viajes fue muy amplia y, frecuentemente,
tenían poco o nada que ver con la receta original o con sus mínimas variaciones
en Yucatán. Al contar esta historia a amigas y amigos yucatecos, no ha faltado
quien me haya repetido el relato
apócrifo de un Yucateco a quien en un restaurante de la Ciudad de México
le dijeron que no podían servirle el platillo porque se les “acabó el motul”.
Es ya
casi esperado que al viajar, las recetas cambien, muchas veces de manera aparatosa.
La pizza, por ejemplo, que se consume en los Estados Unidos, Canadá, y México,
poco tiene que ver con la pizza que se consume en Italia en general, y en el
sur de Italia (Nápoles, Cerdeña, Calabria) en particular. Recuerdo cuando en
1991 dejé Montreal para ir a Cerdeña a realizar mi trabajo de campo doctoral.
La primera pizza que probé me supo a nada y me quejé con mi esposa que parecía
un pedazo de cartón insípido. Acostumbrado a grandes cantidades de ajo (que los
cocineros de restaurantes en Cerdeña me decían, en aquella época, era
(mal)gusto de alemanes), orégano y queso, la delgada pizza con poco tomate, y
según los ingredientes sin queso, con poco orégano, también según el
ingrediente principal, y sin ajo, me pareció inicialmente insípida. Pronto, y con
el pasar de los años, he aprendido a reconocer esa forma de cocinarla como mi
versión favorita de ‘pizza’ y prefiero cocinarla en casa en vez de pedirla a un
servicio de domicilio o en un restaurante, donde nunca harán una pizza en ese
estilo. El mismo tipo de cambios han sufrido muchos tipos de cocina cuando
viajan de un lugar a otro. La bibliografía crece día a día, pero ejemplos
interesantes de descripciones de estas transformaciones se encuentran en los
libros de Joel Denker y Dona Gabaccia (quienes exploran la recepción de distintas
cocinas “étnicas” y nacionales en los EEUU, en los volúmenes The World on a Plate [2003] y en You Are What Your Eat [2000]), examinando los distintos procesos de
aceptación de esas cocinas; y en los libros de de J. A. G. Roberts (China to Chinatown [2003]), David Cheung
y Sydney Wu (The Globalization of Chinese
Food [2002]), Krishneddu Ray (The
Migrant’s Table [2004]), y Franco La Cecla (Pizza e Pasta [1998]) ,que han explorado, respectivamente, cómo ha
cambiado al viajar la cocina desde China, Sri Lanka, la India, e Italia a otros
países. Un “problema” para los pobladores
de las regiones de origen de estas cocinas y platillos, es que los
migrantes, sus hijos y los habitantes de las regiones a las que migraron, y en
las que replican con distintos ingredientes las recetas de su “tierra”, es que
se habitúan a otros sabores y presentaciones, y cuando visitan la región en la
que originalmente se produjo esa cocina, se encuentran frustrados en sus
deseos, ya que la cocina del lugar de origen es frecuentemente muy distinta de
aquella con la que se familiarizaron en el extranjero.
Si
regresamos a otros ejemplos yucatecos, además de los huevos motuleños, tenemos
el caso de los panuchos. Los panuchos son tortillas de harina de maíz que se cuecen
en el comal (una plancha) y al inflarse por el calor se retiran, se les hace
una incisión lateral, se rellenan de una pasta de frijoles negros refritos, y
se fríen, de manera ideal, en manteca de cerdo. En mi infancia y niñez era
común agregarles unas tiras de cebolla roja en escabeche de naranja agria, o
una rebanada de huevo cocido, o una cucharadita de carne molida de cerdo
condimentada con achiote. En los años 70, en Kanasín, un poblado al oriente de
Mérida, se hizo común servirlos con abundante lechuga, carne de pavo asado,
cebolla roja en escabeche, y rebanadas de chile jalapeño en escabeche. Estos panuchos son aquellos que se han
convertido la referencia estético-gustativo-sensorial de la mayor parte de los
yucatecos y yucatecas. Sin embargo, yucatecos que migraron al altiplano
central, ante la carencia de ingredientes yucatecos en el mercado durante la
mayor parte del siglo veinte, se vieron obligados a transformar sus recetas. La
cochinita pibil de la Ciudad de México solo tiene el nombre en común con el
platillo del mismo nombre en Yucatán. En Yucatán, con excepción de cuestiones
individuales de gusto, la cochinita pibil no se come con frijoles. Sin embargo,
en el centro de México, lo que llaman cochinita es una carne adobada, y la
comen con frijoles. Así, los turistas nacionales e inmigrantes del altiplano
central en Yucatán, acuden a los restaurantes especializados en comida yucateca
a exigir panuchos con cochinita y, gradualmente, han obligado a cambiar los
menús regionales. En contraste, para la mayoría de los yucatecos y yucatecas,
hasta hoy, el panucho no se combina
con la cochinita porque la cochinita no
se come con frijol. … Pero todo cambia. Otro ejemplo son los papadzules.
Los papadzules son tortillas sofritas de maíz que se remojan ligera y
brevemente en una salsa de semilla de calabaza molida que ha sido hervida con
hojas de epazote, se rellenan de huevo cocido desmenuzado, y se cubre con una
salsa de tomates refritos y un poco más de huevo cocido desmenuzado. Los
mexicanos han descrito en ocasiones a este plato como una especie de enchilada
(lo que ningún yucateco o yucateca aceptaría). De esta descripción, el paso
fácil ha sido que restaurantes locales que sirven principalmente a turistas,
han comenzado a agregar crema de leche a la salsa, ingrediente totalmente ajeno
al código y lógica culinaria regional.
En un
trabajo que publiqué el año 2000, en Critique
of Anthropology, “Imagining Authenticity in the Indigenous Medicines of
Chiapas, Mexico”, argumentaba que la noción misma de autenticidad es un
producto de la mirada turística moderna – entendiendo a esta última en el
sentido dado por el sociólogo John Urry (The
Tourist Gaze, 1990) quien propone que esta mirada se caracteriza por la
distancia que construye, espacial y temporalmente; éste es un tipo de mirada
que los y las antropólogas comparten sin ningún sentido de culpa. Mi propuesta,
desde entonces, ha sido que lo auténtico se ha convertido en una categoría de
lo cotidiano. Que ante procesos globales que hacen de lo “auténtico” una
mercancía de mayor valor, poblaciones distintas producen significados distintos
de lo que quiere decir “auténtico”. Como antropólogos, propongo, no es nuestro
papel dilucidar qué es o no auténtico, sino encontrar cuáles son los procesos
históricos que definen un objeto/mercancía como auténtico, quiénes son los que
lo definen, cuál es su significado local, y cómo se inscribe en las relaciones
sociales, sea locales que translocales, o local-globales. Así, nos interesa
particularmente, cuáles son los significados que los sujetos, en su
subordinación a procesos globales, producen. se apropian o modifican para re-significar
los productos de sus prácticas (en este caso culinarias), como “auténticas”.
¿Contra qué productos compiten? ¿Por qué y cuándo lo “auténtico” le agrega
valor a sus bienes culturales? ¿Qué bienes culturales así marcados se
convierten en mercancías?
Una
forma de ver y entender la fragmentación del paisaje gastronómico es examinando
el creciente mercado de cocinas étnicas, regionales, o nacionales que se
vuelven disponibles en distintos sitios del planeta. Una población local, como
la yucateca por ejemplo, acostumbrada a comer platillos locales, se encuentra,
de repente, en un paisaje gastronómico en el que platillos chinos, japoneses,
indios, italianos, franceses, españoles, alemanes, estadounidenses,
colombianos, cubanos, y otros más relativizan el gusto local. De ser la cocina
dominante, la cocina regional se convierte en una más que debe competir por las
apetencias de los consumidores individuales e individualistas. En este contexto
contemporáneo, el productor de cocina yucateca, que debe de comercializar su
producto, se ve en la necesidad de enfatizar, de resaltar algún valor de signo
en su comida. Lo “auténtico”, en estos casos, juega un papel importante para
contrastar las mercancías comestibles con otras que son mezclas e invenciones
de distintos cocineros. Por ello colocan mujeres ante el fogón, todo el día,
haciendo tortillas de maíz a mano, y sirviendo de espectáculo para consumir con
la comida. El concepto de MacCannell (en The
Tourist. A New Theory of the Leissure Class, 1976) que traduciríamos como “escenificando
la autenticidad” (staging authenticity),
sugiere que ante el consumo turístico de masas ha sido necesario producir
simulaciones de autenticidad que satisfacen la búsqueda de lo exótico en la que
se encuentran los turistas. La cocina étnica, nacional o regional se encuentra
con un espectro limitado de valores disponibles que debe desplegar para contrastarse
con la (pos)modernidad de otras prácticas culinarias, la exoticidad de otros
platillos (que a su vez pueden mercadearse como “auténticos”), la comida
fusión, las distintas Cuisine Nouvelle, y otras más. Consecuentemente, el tema
de la autenticidad sigue siendo un interesante problema para el estudio
antropológico, ya que no hay respuestas mecánicas a las preguntas planteadas.
En cada lugar, cada grupo se encuentra ante otros grupos, ante distintos
discursos, y en esos contextos deben de negociar el sentido de sus prácticas
culinarias. La antropología es la disciplina que posee los instrumentos
metodológicos, la postura epistemológica y las teorías necesarias para adoptar
una postura reflexiva y crítica para entender el despliegue y uso de distintos
valores morales, éticos, políticos, que se convierten, en el mercado, en
valores de signo.