El día de hoy, 12 de agosto de 2020, despierto para encontrar en Facebook una discusión alrededor de las afirmaciones del Chef Enrique Olvera, del reconocido restaurante Pujol de la Ciudad de México. La nota periodística fechada 10 de agosto de 2020, que sólo cita descontextualizadas sus declaraciones1, resalta que no tiene en buena estima a los comensales que piden limón para agregar a los platillos de su restaurante. Esto, sugiere, “Es una falta de respeto y habla peor de quien lo solicita que de quien lo niega […] Si te gusta mucho el pescado con limón, hay muchas cevicherías y marisquerías que hacen un trabajo fabuloso y que no se ofenderán para nada si solicitas un poco más”. Los usuarios de las redes sociales, prontos a linchar a quien diga algo que irrite su piel delgada, rápidamente lo han acusado de “clasista” y “pretencioso”, entre otras cosas. No es mi objetivo aquí el defenderlo – él lo hará solo o con el apoyo de sus comensales. Comienzo con este relato, pues pone en juego distintos significados de “gusto”.
Hay quienes por cuestiones religiosas, por moralismo, u otras razones consideran que “comer” es una acción banal, cotidiana. Sin embargo, desde las ciencias sociales y humanidades se realizan cada vez más estudios sobre los significados sociales, culturales, políticos y económicos ligados a la preparación y el consumo de la comida. Por ejemplo, en 2019 fue publicado un libro bajo mi edición (Taste, Politics and Identities in Mexican Food, Bloomsbury Academic), y ahora me encuentro en las fases finales de preparación de un nuevo volumen editado (The Cultural Politics of Taste, Food and Identity: A Global Perspective, Bloomsbury Academic) que examina temas relacionados en Asia, Europa y este continente (México excluido por haber sido el tópico exclusivo del volumen anterior) y que esperamos sea publicado durante el primer semestre de 2021. En estos volúmenes miramos al “gusto” desde la antropología, la historia, la sociología y los estudios culturales.
Volumen publicado en febrero de 2019
¿Cuáles son esos dos sentidos de gusto? En primer lugar, su sentido sensual y sensorial: en general la experiencia de los sabores es sinestésica al poner en acción a todos los sentidos para poder disfrutar una comida. Como muchos de los y las autoras muestran, lo que parece ser una experiencia individual y subjetiva, es de hecho intersubjetiva, social, cultural e histórica. No negamos las dimensiones biológica, bio-físico-química, ni psico-cognitiva, pero examinamos cómo las prácticas culinarias y gastronómicas, que comienzan en el campo y con los productores, y que terminan en la mesa con los comensales, pasan por toda una serie de transformaciones socio-culturales que conducen a la apreciación y “naturalización” del gusto en tanto que inclinación y predilección por ciertas características de la comida, incluyendo su sabor, aroma, aspecto, textura y los sonidos que la acompañan (p. ej., lo “crujiente” no es sólo textura, es el sonido que lo acompaña sea al desprenderlo de la olla que al masticarlo).
En segundo lugar, el gusto tiene una función política que produce y reproduce relaciones de desigualdad social: de grupo étnico, regional o nacional; de clase social, de género, de edad, o de religión, por mencionar unas cuantas. Quién se sienta a la mesa y con quién es importante, pero igualmente importante es quién no se sienta a la mesa. A quiénes se sirve qué y en que orden puede implicar jerarquías sociales y desigualdades de género. Quién cocina y quién sirve la comida, qué “necesidades” son las primeras a considerarse. En 1979 el sociólogo francés Pierre Bourdieu publicó el libro que luego sería traducido al castellano como Distinción. Las bases sociales del gusto (Taurus, 1988). Este estudio sirvió y sigue sirviendo de inspiración para estudios en los que se ilustra cómo las elecciones de las y los consumidores están influenciadas por la clase social a la que pertenecen, y que sus elecciones “marcan” los productos elegidos como “propios” de su clase social. Esto vale para la ropa, la música, la literatura, el cine, el modo de transporte, y por supuesto la comida. Entre quienes han sido inspirados por este texto se encuentran la y el autor del libro Foodies. Democracy and Distinction in the Gourmet Foodscape (Josée Johnston y Shyon Baumann, Routledge, 2010). En este libro se distingue entre dos tipos ideales (en el sentido de Max Weber) de foodie. Originalmente, este término se aplicaba a quienes elegían sus comidas como estrategia de distanciamiento social: restaurantes costosos, comidas exóticas que señalan al connoiseur,ingredientes costosos en la comida (tartufo blanco, vinagre balsámico añejado en barrica, platillos de moda), una estética artística en la presentación del plato (en Netflix uno puede ver el episodio de Chef’s Table sobre Massimo Bottura, chef y propietario de la Osteria Franciscana, donde explica como el arte de los museos ha inspirado su visión estética de los servicios en el plato. Sin embargo, más recientemente, ha surgido el foodie que busca “democratizar” la experiencia del comer: éste busca comer en taquerías o puestos callejeros, en food trucks, en lugares económicos, pero “auténticos”, o busca comer productos ultra-procesados porque el “pueblo” los prefiere. Unos presumen reconocer entre distintos tipos de champagne y aceptan que el maridaje entre comida y tipo de vino o cerveza es importante, otros encuentran (o afirman que es) irrelevante la bebida que acompaña a la comida y no encuentran diferencia significativa entre un champagne y una sidra de manzana.
Los chefs (como grupo de expertos) llevan casi dos siglos de esfuerzos por ser reconocidos como “artistas” y afirman que la comida es, entre muchas cosas, un arte. Por otra parte, cada grupo social afirma sus valores culturales para reconocer la importancia de la propia dieta. Sea cual sea el caso, lo importante es que existe un código culinario – si se quiere, una “gramática” – que es importante a la hora de elegir y establecer qué se combina con qué, cuándo un platillo ha cambiado tanto que deja de ser lo que refería el nombre. No es necesario ser lingüista, es más, ni siquiera es necesario saber leer y escribir, para hablar el propio o varios idiomas. Tampoco se necesita ser “chef” para cocinar. Aunque las reglas cambian con el tiempo, al menos por muchos años en Yucatán el frijol con puerco se come añadiéndole limón y chile habanero, mientras que el ibes blanco con puerco se acompaña de jugo de naranja agria y chile rojo seco molido; o la cochinita pibil se adereza con chile rojo seco y molido y el lechón al horno con habanero (aunque, insisto, las reglas pueden cambiar de grupo a grupo de yucatecos). En ese sentido, y regresando al caso del Chef Olvera, podemos regresar al texto de Umberto Eco, Lector in Fabula. Una cooperazione interpretativa nei testi narrativi (Bompiani, 1979) en el que discute el papel del que llama el “lector modelo”. Este lector modelo es casi utópico2. Al escribir un relato (diseñar un platillo) el o la autora omite o añade información (ingredientes, técnicas culinarias, efectos tecnológicos en la cocina), y espera que su lector o lectora pueda entender el relato, ya que conoce lo que se describe de manera incompleta. En este sentido, el comensal que se sienta a la mesa de un puesto de tacos de cochinita pibil de un mercado en Mérida, espera de antemano un tipo de servicio, ciertos sabores en la comida, y sabe que será necesario agregar chile, limón, salsas (incluyendo a veces una comercial rica en GMS) para hacer el gusto aceptable a su paladar. Este “lector modelo” busca lo conocido, lo seguro y familiar. En contraste, quien se sienta a la mesa de un restaurante reconocido por la creatividad de su Chef, espera una cierta estética en la presentación y busca ser sorprendido por los sabores y texturas en el plato. Este “lector modelo” no piensa siquiera en agregar algo al platillo. Acepta las recomendaciones de maridaje entre comida y bebidas, y se deleita al descubrir lo “nuevo”. En realidad, la cita de Olvera, aun descontextualizada, no muestra desprecio hacia las cevicherías. Todo lo que dice es que cada lugar tiene su propia “gramática” y que el o la comensal la puede leer o entender.
Esto no quiere decir que olvidemos la dimensión política del gusto. Como sugería párrafos arriba, la percepción de los sabores es social y por tanto, política. La preferencia por cierto tipo de local y de comida expresa mecanismos de distinción y distancia social. Sin embargo, desde los estudios culinario-gastronómicos de la antropología y las ciencias sociales y humanidades en general, necesitamos examinar los procesos por los que un cierto “gusto” se percibe como disposición “natural” hacia ciertos sabores, y las prácticas y discursos por los que esta experiencia sensual y sensorial de la comida puede emplearse como instrumento de diferenciación social.
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