Crecí
en Valladolid y Mérida, Yucatán, en épocas de poca diversidad alimentaria. Esto
era en parte por mis escasos recursos como estudiante preparatoriano y luego de
licenciatura, pero también por el paisaje culinario-gastronómico relativamente restringido
de esos años. Viví en la península de Yucatán hasta 1986, cuando decidí ir a
Canadá a realizar estudios de posgrado. Una de mis primeras sorpresas en ese
país del norte, fue que las verduras y frutas que encontraba en los
supermercados no tenían sabor (o su sabor era débil y su aroma y color también
dejaban que desear). Aunque existía ya un mercado transnacional de carnes,
frutas y verduras, y las agroindustrias promovían desde décadas antes
ingredientes en conserva y alimentos pre-procesados y pre-cocinados, en Yucatán
su presencia era incipiente. Muchos de quienes crecimos en Yucatán esos años conservamos
la memoria de los sabores, aromas, colores y texturas de las comidas en las que
se introducían los distintos ingredientes. La carne de pollo, que hoy sabe casi
a nada cuando la adquirimos en supermercados, entonces sabía a pollo. Así con
otras carnes, frutas y verduras, que sabían a lo que debían saber. Ya en
Canadá, comencé a habituarme a los sabores fuertes de la comida griega,
italiana, india, y china, con fuertes sabores derivados de diversos
condimentos. Esta era la comida que podía permitirme con el ingreso de
estudiante free lance que era yo
entonces (estaba en Canadá sin ninguna beca del gobierno mexicano, por lo que
tenía que trabajar como asistente de investigación o de cursos para poder
sostenerme). Al ir a los supermercados, lo que tenía a la disposición de mis
bolsillos era principalmente comida pre-procesada y pre-cocinada. Sin embargo,
aprovechando oportunidades que se me presentaron pude realizar trabajo de investigación
en el campo entre campesinos y pastores de ovejas y cabras en Italia, e iniciar
mi aprendizaje acerca de los valores de la comida preparada con ingredientes frescos,
con pocos condimentos y acompañada de vinos caseros (la comida italiana en
Italia tiene poco que ver con la comida italiana americanizada). Acompañando
mis movimientos laborales tuve la oportunidad de introducirme a otros sabores y
formas de cocinar, todo gracias a mis intercambios culinarios con amigos
provenientes de distintas partes del mundo, así como de colegas que realizaron
sus posgrados en otros países. En la mayor parte de esas cocinas se valora el
cocinar con ingredientes frescos, naturales, recién cosechados o carnes frescas
y de animales crecidos y alimentados con pasto y otros alimentos no procesados.
Al
introducirme a los estudios sobre la cocina he tenido la oportunidad de leer
sobre las distintas formas en las que la mecanización de la producción de
alimentos, la industrialización de su procesamiento, el abaratamiento de la
producción con el pre-procesamiento y pre-cocinar de los alimentos, la
proliferación de animales, frutas y verduras producto de ingeniería genética
han acortado los tiempos necesarios para crecer un tomate, un pollo, un cerdo o
una res, por mencionar pocos productos. Un efecto de esta aceleración y de la
producción de ingredientes de mayor volumen es la dilución. Como explica Mark
Schatzker en su libro El Efecto Dorito
(2015) al acelerar su crecimiento, la mayor parte del volumen de estos
ingredientes es el agua. Consecuentemente, se compromete el sabor, color, aroma
y textura de los productos comestibles. Para resolver este “problema”, estos
productores industrializados se han ligado a la industria de la producción de
saborizantes y colorantes artificiales que se agregan a alimentos que luego se
nos venden como “naturales”. Dada la pobreza de los ingredientes pre-procesados
y precocinados, los fabricantes les agregan distintos productos sintéticos que
gracias a ciertas lagunas jurídicas pueden etiquetarse como “naturales” (ver también el libro de Melanie Warner 2013 Pandora’s Lunchbox: How Processed Foods Took
Over the American Meal). El punto aquí, y desarrollado en abundantes
fuentes bibliográficas, es que este pre-procesamiento y pre-cocinar de los
ingredientes ha afectado sus sabores y contribuido a crear una dependencia de
saborizantes y colorantes sintéticos para compensar por el empobrecimiento de
la experiencia gustativa.
Aunque
existen varias repuestas a esta situación, vale la pena mencionar aquí el
crecimiento de formas alternativas de producción de alimentos que
investigadores e investigadoras, así como periodistas ligados directa o
indirectamente a las grandes industrias, procuran descalificar. Es común
encontrar artículos periodísticos que afirman, por ejemplo, que los productos
orgánicos sólo son más costosos que los producidos por la agroindustria, pero
son igual de nutritivos; o quienes dicen que los fertilizantes químicos y
pesticidas no tienen efecto sobre la salud de las personas, o que los OGM
salvarán al mundo del hambre. En este contexto dirijo la atención a un artículo
publicado en marzo de 2016 en el que se descalifica a quienes buscan recuperar
el sabor de sus alimentos como “snobs”. En su artículo periodístico, publicado
en una página llamada “The Conversation: Academic Rigor, Journalistic Flair” y
que Emma Boyland titula (en inglés) “Detengamos el esnobismo con respecto a la
comida congelada” (https://theconversation.com/lets-stop-with-the-frozen-food-snobbery-56457)
señala que estos productos son sanos, son más ecológicos, y que sus propiedades
no se afectan al ser congelados. En otro artículo en la misma página he
encontrado otro artículo en el que se afirma que es un mito el que la carne
descongelada no puede ser congelada de nuevo. Su único efecto, según la autora
Cathy Moir, es que su sabor puede afectarse, pero eso no parece importarle
(ver: https://theconversation.com/you-can-thaw-and-refreeze-meat-five-food-safety-myths-busted-51125).
Es
innegable que el gusto de y por la comida ha ido cambiando de generación en
generación. En parte por que estamos expuestos a un abanico cada vez más amplio
de cocinas regionales, étnicas, y nacionales; en parte porque en la sociedad
contemporánea nos expresamos cada vez más de manera individualista en nuestras
preferencias culinarias y nos encontramos cada vez más sumergidos en lo que
Claude Fischler llama sociedad gastro(a)nómica; pero también en parte porque la
intervención de grandes corporaciones agroalimentarias han transformado
progresivamente las cualidades de nuestros ingredientes y alimentos, y lo que
hoy se encuentra modificado es el gusto con el que están creciendo nuevas
generaciones; también en parte porque para compensar por la pobreza de sabores,
aromas y colores, se ha vuelto “normal” agregar a la comida sazonadores ricos
en azúcares, grasas, y productos sintéticos como el glutamato monosódico. Me
parece que es necesario ser cuidadosos con el esnobismo contrario, de tipo
demagógico que busca satisfacer moralmente a quienes aceptan gustos
homogeneizados y sintéticos, y que desprecia a quienes buscan disfrutar de los
sabores de la comida. Este contra-esnobismo deja fuera de la discusión crítica
el impacto de la industrialización de la comida y solo contribuye a alimentar
el mito del progreso lineal de la tecnología. En esta lógica, si es nuevo, es
mejor. Cada vez existen más estudios que muestran lo falso de esta conclusión,
aunque frecuentemente queden descalificados en los medios ante el poder de las
grandes corporaciones alimentarias.